Como el viejo preguntón: una reflexión sobre el estar aquí

Islas Barajas Israel Regino


Trenzado entre la verdad y la mentira, se asoma un hombre que habita, solitario, su propia vida. Gobernado por lo externo pero creyendo gobernarse a sí mismo, busca lo que cree que mejora, o al menos no empeora, su placer. Atrapado en lo único importante que nunca eligió, se desvive por no morir. Pensando y sintiendo, quizá ninguna, el luminoso camino se torna triste. La verdad está oculta y la mentira se estira por todas partes. – ¿Cómo es que lo que no es, se encuentra en todas partes y lo que es, sólo en algunas? –se pregunta el ahora viejo. Con el único aliento, exhala su última vida. Tal es la condición del hombre.

¿Se puede pensar la vida al límite como el alejamiento más extremo a la muerte? ¿Existe algún exceso que corresponda a un estado en donde la vida sea lo único y se evite la completa vulnerabilidad que lleva, irremediablemente, hacia el gris inerte? ¿Se podría compartir tal estado de invulnerabilidad o es que el individuo invulnerable, al evitar la muerte, sólo es capaz de una vida condenada a lo único que buscaba, es decir, a sí mismo? Y si fuera el caso, ¿se estaría viviendo plenamente o se estaría viviendo la muerte?

Siempre que un telón baja y la luz se reduce a oscuridad, sólo ahí, lo eterno se levanta. La poesía, la creación y la vida, se constituye en silencio. Se recita y sucede nada; se calla, y todo. Dios, el máximo poeta, construyó en silencio. Lo eterno se levanta porque siempre estuvo en ese lugar. Cerrar los ojos, la mente, la luz, ocultar e intentar experimentar lo eterno; perderse. Al intentar pasar el telón caído y vivir lo eterno, se pierde. Traspasar el velo del actor tiene dos caminos: morir o llegar solo, solamente, al otro lado. El primero implica la imposibilidad de evitar la única experiencia segura; el segundo, aceptar la interpretación de un papel solitario y la inminente experiencia de lo que nunca acaba. De cualquier forma, en realidad, sólo existe un camino. Todo, siempre huyendo, escapa. Quizá ahí el motivo de la insaciable hambre del hombre. El frágil, que intenta contradecir su propia naturaleza creyéndose depredador de vida, inútilmente, también termina. Escapar de lo que se es por naturaleza pensando lo imposible desde el universo en donde sólo se juega la posibilidad. ¿Quién no busca la eternidad en este mundo tan cambiante? ¿Quién no busca estar seguro? ¿Quién no busca estar? ¿Quién no busca? ¿Quién? Sólo se abre, como respuesta, una pregunta que se llena de lo eterno: ¿por qué?

Es eterno lo que está siempre en todo tiempo, ¿qué es eso? Sólo el tiempo, en sí mismo, está siempre. ¿Tiene algún sentido pensar que el tiempo se contiene a sí mismo?, ¿hay alguna forma de pensar el tiempo sin tiempo? Lo eterno como escape al tiempo. Pensar lo impensable, vivir muerto; el instante que se extiende en tu cuerpo, en tu idea, en Tú: todo. El instante se apodera del todo pero nunca se contradice: es un instante de anti-dicción.

El bebé nacido apenas –a penas, a veces–, con nada de su parte, tiene el mundo abierto: las posibilidades son casi ilimitadas, solamente su propia existencia le ha arrebatado algunas. La especialidad se da recorriendo el camino: teniendo nada, todo está disponible. El mar es bello cuando se contempla todo. Sin embargo, dentro del todo no es agradable, asfixia. La simple idea de la posibilidad de infinitud ya ahoga al endeble cuerpo finito, sucumbiendo, colapsado, al irónico intento de no verse muerto. Pensar en la posibilidad del todo genera vacío. Si Dios es la infinitud, la eternidad y la posibilidad toda, ¿qué busca quien busca a Dios?, ¿se busca algo?, ¿se busca lo eterno –nada–? Dios es la posibilidad toda en todo momento o fuera de Él, lo eterno. Dios es, por ello, lo vacío, nada. Así, podemos hablar del alejamiento del hombre al hombre, del alejamiento de la propia naturaleza humana. Alejarse de aquello que nos hace finitos, del pecado original; lo que nos hace finitos es la naturaleza apegada a la maldad. Para llegar a Dios, a la vida eterna, y negar la muerte eterna, hay que alejarse de uno mismo: negar nuestro ser, dejar de ser. No se llega a la muerte eterna después de lo que llamamos vida. La muerte eterna se vive mientras se vive. El no ser aparece como única vía para la vida eterna: hay que morir una vez para vivir por siempre, pero hay que morir. La comunión con el todo se transforma en la misma posibilidad del hombre infiel, del bárbaro o del hereje.

¿Acaso las salidas están cerradas y el individuo permanecerá tal y como es, hasta su propia contradicción, la división? Se enfrenta, el viento, a una ola poderosa que intenta abrazarlo todo, ésta, empero, estalla como trueno disipándose en la nada. Lo que tenía movimiento, es ahora parte del eterno flujo del no ser y su inexistente movimiento; ahora es parte de la nada, del todo. Aparece una dicotomía inevitable.

¿Qué era el principio? ¿Qué era la nada? ¿Era oscuridad que se extendía como niebla negra suspirada por alguna divinidad, Dios mismo quizá, a través de qué? Si hay Dios, si hay algo, ya no hay nada; pero Dios es nada. Rompe el silencio eterno, lo que siempre está, en el sonido puntiagudo, para el cuerpo, de la palabra que quisiera quedarse en silencio. ¿Qué atraviesa la nada, el silencio? ¿Atraviesa todo? La nada atraviesa todo. ¿Y el todo qué es? ¿Si el todo está atravesado por la nada, y lo trasciende, es todo? Nada había antes que todo. ¿Y la luz? ¿Y lo oscuro? ¿Es que la luz es solamente una parte de aquello que podemos ver? ¿Y el sonido sólo una parte de aquello que podemos escuchar? Entonces, ¿qué veo?, ¿qué escucho?, ¿hacia dónde vamos?

La oscuridad muestra lo que es; la luz, lo oculta. La ciencia encuentra siempre en lo iluminado; la filosofía busca y tienta entre las tinieblas. No escapa el hombre de lo antes afirmado. Mientras que se cree social cuando el sol vive, se muestra la verdad cuando la luna muerta nace. El tranquilo ciudadano activo se transforma en un pasivo consciente de sí mismo ya que se es inconsciente con lo que está presente el mayor tiempo y, por costumbre, lo adhiere a sí mismo; como si por mayor tiempo deviniera en verdadero. ¿Escapa la verdad de lo útil?, ¿o escapa el filósofo de la verdad? Es que si alguien sabe, no puede ser nunca más el amante pero puede siempre amar cuando esté amando, ejerciendo el amor –un ocaso se presenta en el vacío del cuerpo: aquella condición es el amor, la mente vacía–. ¿Qué puede amar el que no sabe? ¡Todo, todo lo puede amar el que no sabe! ¡Mucho, muchísimo más, al menos el doble, del que sabe! Se extiende por dos lados, el amante. Como la línea en donde la rana salta, cuando pequeños, sobre el papel; infinito, dos veces, el amor del ignorante amante.

¿En dónde está el ignorante?, ¿en dónde está el que sabe? No hay que hablar sólo de uno, sino de todos; hablar de la parte alumbrada bajo el faro artificial, sobre el mar de pavimento, que enciende de noche no sólo el reflejo de la materia sino el reflejo del alma que, de oscuridad rodeada, atravesada y corrupto fondo que siempre acompaña al otro, se nos muestra, a los lejanos, nunca. La ciudad lo altera todo. La ciudad es alteridad. El ciudadano, que ya es ciudadano antes que la ciudad exista porque, si la ciudad es alteridad que busca abastecerse –es también necesidad–, en esencia, el ciudadano es la representación mínima de la alteridad buscando abastecimiento: una alteridad necesitada del uno. La ciudad, como representación amplificada del individuo, ya no busca más allá de sí mismo. No hay soledad para quien vive en la ciudad, para quien es parte de ella. Ya sea por el amigo o por el enemigo, siempre es buscado quien es parte de la ciudad. Pero tal convivencia, aunque falsa en su interior, promete ser asequible, se llena con tarifas predominantemente públicas o privadas: económicas o morales, de identidad o diferencia identificatoria.

En la llanura que algunos muros encierran, los núcleos de la ciudad comparten su viaje. De inicio, el menor encuentra los límites en los brazos de sus padres. Después, el muro se extiende tanto que el ser en la ciudad, con posibilidades en descenso, necesita ser independiente, explorar por su cuenta mientras el vigía hace su trabajo extendiendo su brazo, o quitándolo, de vez en cuando. El primero, ya no puede ser nada más que humano, está predestinado. El segundo, aceptando o sin aceptar su humanidad, sabiéndolo o no, obliga al siguiente, también, a tener que obligar. Los muros continúan creciendo hasta que se extiende un estructurado sistema con fronteras más alejadas. Siempre hay algo nuevo que recorrer pero el recorrido termina en lo mismo: límites. La frontera se extiende por todas partes, mientras el camino, que ni siquiera terminamos, perece. El habitante de la ciudad también se encuentra solo y limitado por sí mismo, por su creación. Rompe, la turbia sensación de la búsqueda imposible de un sentido más allá que la tautología de abastecerse; exprime y, en sí, se ahoga. Regresa a la misma posición, aunque en diferente lugar, para volver a ver nacer al siguiente cadáver. Sucede, entonces, que el miembro de la ciudad no busca la eternidad en sí mismo sino que comparte su soledad con el otro solitario. Niega la negación, no busca no morir. Los demás vivirán cuando él deje de ser en algún lugar y continuarán el ciclo establecido intentado ir en contra de su naturaleza: dejar de existir en cualquier momento.

Ahora somos como el viejo preguntón: sin respuesta, viviendo y muriendo. Las posibilidades de pregunta y de respuesta se complementan haciendo posible la existencia del espacio etéreo que es la reflexión.

Ilustración: Heriberto González (Coctecon)

Acerca del autor

Islas Barajas Israel Regino. Estudiante de Filosofía UNAM. Licenciado en Criminología IUP.