Injusticias taxonómicas:

Redefiniendo el ensayo literario

Javier Cuellar Durán

Permitidme que, por el momento, me llame a mí mismo William Wilson. Esta blanca página no debe ser manchada con mi verdadero nombre. Demasiado ha sido ya objeto del escarnio, del horror, del odio de mi estirpe. 

William Wilson

Edgar Allan Poe 



Hay nombres que pesan como tumba, que persiguen como maldición. De eso adolece nuestro género: la flagelada víctima de uno de los más lamentables bautizos de la historia. Pues llamarle así, ensayo, nos aboca a un “bosquejo malogrado”, una suerte de frustrado borrador: nunca terminado; siempre imperfecto. El distractor vocablo le arropa de auras maliciosas: recalca su breve extensión y no su profundidad; enfatiza su falta de comprobación mientras omite su vocación exploradora y, desdeñando sus retóricas naves: ningunea su destreza metodológica. En definitiva, tan lejana palabra no le hace justicia: le empaña; le ahuyenta de lectores y de plumas; le difama. 


A finales del siglo XVI, Montaigne acertó al delimitar las propiedades del género, al apostar por la introspección, al escudriñar lo universal desde lo cotidiano, y al afirmar que nada hay de vulgar en filosofar desde la propia experiencia porque, al final: cualquier hombre encierra la totalidad de la condición humana


Sin embargo, el genio francés falló en un punto medular: el bautismo. Aunque Montaigne definió de múltiples formas a sus reflexiones, la caprichosa historia, amparada en un título y unas cuantas frases, sentenció para la posteridad la peor de las opciones: ensayos. Dicha denominación es útil para evidenciar la modestia de Montaigne, pero resulta inconveniente para efectos taxonómicos: el nombre sugiere lo que no se es y, además de referir mal, lo hace vagamente. 


Por suerte, Saussure ya nos demostró que no existe relación entre la palabra y el objeto referido: nada impide que X o Y se llamen de tal o cual forma; las palabras no nacen y crecen en los árboles de las cosas: el lenguaje es, en definitiva, arbitrario.¹ No existe, en consecuencia, una “naturalidad del lenguaje”, como afirma el no pocas veces confundido Mario Vargas Llosa.² La maldición, como sucedió con el autonombrado William Wilson, puede no durar para siempre. 


Mas desprenderse de tan añejo hechizo sería epopéyico. Pues bajo el actual dogma de los datos duros y la demostración, dicho desdén se agravó: el nombre invita a la huida; a resguardarse en la garantía de lo comprobable. Al tiempo, el reino de lo utilitario le desdeña: el prejuicio de personalísimo borrador le etiqueta de improductivo: esteriliza sus letras. Si se le lee será por ocioso placer, no para dinamitar el pensamiento. La doble circunstancia tiene un fatal destino: amordazar el eco de la intuición lógica.


No es casualidad que Sartori insistiera tanto sobre la preeminencia de una taxonomía prudente: nombrar bien y pronto, para no edificar gigantes sobre pies de barro.³ Esa es la consecuencia de la vaguedad conceptual; ese es el precio que estamos pagando: ver apedreada su arquitectura a razón de unos primerizos pasos en falso. 


Aquella mala fama no tiene trinchera: corroe tanta al subgénero académico como al literario. En el primero, suele malentenderse un trabajo sin rigurosidad, sin método, sin culminación, casi sin esfuerzo, como si se tratase de una de las salidas fáciles de la labor intelectual. Basta observar los mecanismos de titulación de las universidades. Léase, no sin ironía, que la “estelar” y madura tesis, que no hace más que poner a prueba un argumento, tiene como hermano menor a la tesina, la aprendiz monográfica, privada de voz propia y condenada a la mera recopilación de información. Tras ella, si tenemos suerte, suele colocarse al ensayo, el infante que recién gatea en el ejercicio del pensar y que, dada su carencia de método e informaciones, no puede sino garabatear con el crayón de su inexperiencia e ignorancia (sic). Se cree, no sin error, que la elección de tesis, tesina o ensayo, es, per se, una prueba implícita de madurez intelectual. 


En el segundo, el literario, la situación tampoco es muy favorable, aun cuando rebozan los estantes de inmortales ensayistas. Aquí se le imputan dos pecados. Primero, ausencia de verdad: sus análisis, se dice, hierven de un exacerbado toque personal del autor, esto es, de un juicio sumamente subjetivo. El resultado, una suerte de hiperdoxa: una verdad absolutamente individual, aceptada más por su belleza discursiva que por sus dosis de realidad. La segunda acusación es su sobrada “ambigüedad”, producto de un prescindible barroquismo lingüístico. Pervive el irracional prejuicio de que los recursos literarios le restan claridad al mensaje. Se reniega de ellos por su “falta” de seriedad, por su aura de vaguedad romántica. 


De nuevo, la ironía, pues es precisamente aquella afinidad literaria lo que dota al género de un afinado microscopio. Gracias a él descubre lo que el lenguaje denotativo ignora. Si este último fuese suficiente, no existirían la Alegoría de la Caverna de Platón ni mitos fundacionales ni aquellos memorables refranes y populares aforismos, capaces de encapsular profundos saberes en sencillas sentencias. Aquella cualidad connotativa del ensayo le permite decir lo que el lenguaje referencial no puede. Por eso es absurdo que la tesis se suponga superior al ensayo: la primera es mecánica; el segundo se configura desde el vasto arsenal del pensamiento.


Estas consecuencias taxonómicas, por si faltara más, se recrudecieron a finales del siglo XX, cuando la palabra sufrió el invariable efecto destructor de las modas. Pues de pronto se dio por “denominar <ensayo> a todo aquello difícil de agrupar en las tradicionales divisiones de los géneros literarios”.⁴


Dicha tendencia a incluir al todo literario no debe sorprendernos: el ensayo es el género por excelencia, la congregación armónica de los variopintos recursos de la literatura. Nadie más puede conjugar sin disonancias la prosa reflexiva, frecuentemente filosófica, los pasajes de prosa narrativa, la prosa poética e, incluso, el verso y el diálogo teatral: todo en un solo sitio.⁵ No erró Don Alfonso Reyes cuando definió al ensayo como el Centauro de los géneros.


Esa suma de recursos convierte al ensayo en punta de lanza innata del conocimiento. Entretejiendo figuras retóricas, sugerentes recursos poéticos y narrativas alegóricas, el ensayo embalsama al abanico de herramientas cognitivas. El resultado: la inusual nitidez; la profundidad reveladora. La belleza y aportes del Laberinto de la soledad de Octavio Paz, por ejemplo, no se deben a su belleza fonética sino a los paisajes mexicanos ensamblados desde la suma de recursos ensayísticos: máscara el rostro; máscara la sonrisa


Razón no le falta a Robert Nisbet cuando, en La sociología como forma de arte, afirma que frecuentemente los avances de las ciencias, tanto sociales como naturales, encontraron semilla en los ojos del artista y no en los ojos del sociólogo.⁶ El ensayo es prueba irrefutable de aquella tesis: Discurso sobre la dignidad del hombre del Pico della Mirandola, ¿Qué es ser ilustrado? de Kant, Sobre el sentimiento de la inmoralidad en la juventud de Hazlitt, Crítica literaria de Baudelaire, Los cien aforismos y otros textos sobre estética de Franz Marc, o El arte de la ficción de Besant, Henry James y Stevenson, son Pequeños Grandes Ensayos que se convirtieron en precursores o en hitos en sus respectivos campos del conocimiento. He allí la virtud ensayística: la disrupción impulsora.


Por todo lo anterior, esta sección que hemos denominado Ensayo literario Alfonso Reyes, es una oportunidad para reivindicar un género que padece de racismo etimológico, una invitación para aproximarnos a él ya no desde sus fatales prejuicios sino desde un campo semántico mucho más justo y tanto más certero: “exploración”, “descubrimiento”, “progreso”. Pues el ensayo, cabal estrategia del pensar, deambula precisamente ahí, en la conjunción de dicha tríada: permite la exploración; con suerte, el descubrimiento, y, no sin frecuencia, señala los horizontes del progreso. 


Por eso, y por resumir: escribir un ensayo no es apuntar a un trabajo malogrado sino allá donde la luz del pensamiento no ha llegado. Pues los grandes pequeños “ensayos” no necesitan “terminarse”, no precisan comprobación empírica ni reediciones con fe de erratas. Ya han cumplido su misión: incendiar revoluciones cognitivas; aperturar y develar senderos. 


Así, más que garabatear nubarrones, debemos abstraer el ejercicio ensayístico como lo que es: el aventurero que disfruta de arrojarse hacia el vacío, que sonríe cuando el misterio impera, y que, aún con ello, dada la suma de sus recursos literarios, lograr penetrar las obscuras y accidentadas cuevas. 


Ilustración: Nirvana

Referencias:

(1) Véase: Curso de Lingüística de Ferdinand Saussure.

(2) Véase: Entrevista de Jorge Ramos a Mario Vargas Llosa. Disponible en: https://elpopular.pe/actualidad-y-policiales/263964-mario-vargas-llosa-considera-parte-feminismo-busca-desnaturalizar-lenguaje-feminismo-premio-nobel-lenguaje-inclusivo

(3) Véase: La política. Método y lógica en las ciencias sociales de Giovanni Sartori.

(4) José Luis Gómez Martínez, Teoría del ensayo (México: UNAM, 1992), 17.

(5) Álvaro Uribe, “Presentación”, Pequeños Grandes Ensayos (México: UNAM, 2020), 3.

(6) Véase: La sociología como forma de arte de Robert Nisbet.