"Allí donde está el peligro, crece también lo que salva”.Reflexiones actuales a partir de la poesía de Hölderlin.


Virginia Moratiel

Ante todo, quiero agradecer al Ateneo Nacional de la Juventud por haberme invitado a participar en este ciclo titulado Filosofía a las calles, en especial, a Gina Quintero, quien se puso en contacto conmigo para organizar el evento, y a Dalia Vázquez, por presentarme.

La verdad es que, dada la situación en que nos encontramos, una situación que inevitablemente afecta a todos ─cualquiera sea nuestra edad, la circunstancia o el lugar del mundo en que estemos─ es muy difícil hablar hoy de filosofía, ─yo diría─ hablar en general, públicamente, sin hacer referencia a esta pandemia, que ha segado tantas vidas, cambiando nuestro mundo cotidiano, el cuidado de nuestros cuerpos clausurados en el confinamiento, atrapados por los lazos familiares o la soledad y condenados a la inacción, que ha alterado el modo en que desarrollamos las relaciones sociales y el trabajo ─mediados ahora por la distancia─. En fin, es muy difícil no referirse a esta pandemia que ha dejado a tantas familias en la calle y que, sin duda, nos ha llevado a replantearnos no sólo el sentido de nuestras vidas particulares sino la dirección que, en general, parece llevar la civilización planetaria. Así es que, en cierto sentido, aunque sea indirectamente, voy a hablar de la pandemia y sus consecuencias, porque ése es el asunto que ahora nos preocupa a todos. Y, puesto que la filosofía tiene vocación de universalidad, se trata de una cuestión ineludible. Sólo que no lo haré desde una perspectiva académica. Ajustándome al programa que lleváis, intentaré pensar a pie de calle y, por eso, voy a abordar el asunto de la pandemia desde la poesía.

Y esto no significa que traicionaré a la filosofía ni que mi exposición vaya a perder rigor. Al contrario, la filosofía nació en la calle, cuando Sócrates y sus discípulos dialogaban caminando por la ciudad, dando paseos hacia el puerto del Pireo, hacia el ágora, a la palestra, al teatro, o simplemente se reunían en un banquete. La filosofía nació entonces para elevar el pensamiento por encima del subjetivismo y el relativismo que dominaba en la Atenas de entonces, una ciudad enriquecida y desorientada tras las guerras médicas, debido al choque con otras costumbres y otras culturas como la persa, primero, o la espartana, más tarde. El corrosivo método socrático centraba el saber en el individuo ─el famoso “conócete a ti mismo”─ para poner en evidencia que nuestras certezas son ficticias y pueden desmoronarse con facilidad si se inquiere con inteligencia. Tienen pies de barro ─igual que nos sucede hoy en día con la llamada posverdad─, porque son creencias que nos vienen desde fuera, opiniones distorsionadas que nos inculca la sociedad, que se basan en una reacción emotiva y aceptamos por costumbre, pero apenas sabemos nada de nosotros mismos y por nosotros mismos. La filosofía no nace de la arrogancia sino del humilde reconocimiento de que no tenemos una completa seguridad en nuestras afirmaciones y que, en todo caso, cada uno construye su verdad paulatinamente, mediante un aprendizaje que sólo es posible si nos abrimos respetuosamente a los demás y entramos en diálogo con ellos. La docta ignorancia constituye el punto de partida, permite construir un auténtico saber que posibilita la convivencia social, justa, equitativa, y que ya no es un saber relativo, pues en él no prevalece el criterio del sujeto ni los deseos particulares de cada uno, sino una racionalidad que busca lo común, lo válido para todos, la ley, el concepto.

Por atreverse a salir a la calle y ayudar a que los demás pensaran por sí mismos, Sócrates fue acusado de corromper a la juventud e introducir nuevos dioses en la ciudad para finalmente ser condenado a beber la cicuta. Tras su muerte, la filosofía dejó la calle y se refugió en escuelas: la Academia de Platón, situada en un jardín de olivos y plátanos en las afueras de Atenas; el Liceo de Aristóteles, cuyos discípulos eran conocidos como peripatéticos, debido a que debatían paseando por un pórtico interior; o el Jardín de Epicuro, localizado en el camino al Pireo. Algunos filósofos siguieron utilizando lugares públicos para exponer sus ideas, como ocurrió con los estoicos, que ocuparon el pórtico exterior del ágora de Atenas, o en el caso extremo del cínico Diógenes, quien vivió a la intemperie metido dentro de un tonel. Sin embargo, el confinamiento, la retirada de las calles, no quitó a la filosofía su carácter social, porque, aunque profundizaba sobre todo en sus intereses exclusivamente teóricos, su preocupación fundamental seguía siendo la ética y la política. Y tras un largo período en que la filosofía fue subsumida por la religión, a finales de la edad Media, se profesionalizó cada vez más hasta encerrarse en las Universidades, de las que sale muy pocas veces. A pesar de esto, la academia todavía está transida y manipulada por intereses políticos, no éticos sino exclusivamente políticos. De hecho, las Universidades no están constituidas tanto por individualidades como por grupos que aspiran a ocupar un lugar en la estructura de poder y exigen que sus miembros exhiban la pertenencia a ellos mediante un determinado uso del lenguaje, cada vez más abstruso e insulso. En mi exposición no sólo evitaré los tecnicismos y esa jerga de grupos que discrimina a los ajenos a la academia sino que prescindiré también de la filosofía estrictamente teórica, para acercarme al tema desde una perspectiva más emocional y accesible.

Personalmente, creo que la poesía permite alcanzar una forma de verdad más amplia y profunda que la de la inteligencia teórica porque, si bien es capaz de mantener la unidad conceptual a través de las palabras, en cuyos significados aparentemente todos coincidimos, opera siempre con un margen de ambigüedad, de creatividad, que deja lugar a la libre interpretación, ofreciendo imágenes plurales y bien definidas, personajes, sensaciones y emociones individuales con los que, sin embargo, es posible identificarse, por pura empatía. En este punto, ─y hablo ahora, sobre todo, para los entendidos─ sigo la línea de pensamiento que arranca con Friedrich Schiller y los primeros románticos para llegar hasta María Zambrano, y que admite la validez de la razón estética o poética para comprender el mundo, porque es capaz de sintetizar lo general con lo individual. La filosofía a pie de calle sólo puede elevarse a las alturas espirituales si condesciende, si abandona la fría esfera de los gráficos y los registros, ese ámbito que permite a la inteligencia utilitaria distanciarse de sus objetos para manipularlos mejor, si se hace una con ellos, se conduele de los otros y se pone en el sitio de los demás. En definitiva, si agrega corazón y sensibilidad a la razón. Sólo así la poesía puede recibir ─como decían los románticos─ esa dignidad superior que tenía al comienzo de la cultura, cuando era la transmisora de los grandes misterios, de las verdades proféticas y religiosas y, por tanto, la gran maestra de la humanidad, no haciendo distinción entre profanos y expertos.

Sin más preámbulos, voy a presentar ahora al autor y al poema que nos servirá como punto de partida para reflexionar sobre la situación actual. Se titula Patmos y es un himno de quince estrofas, escrito en el otoño de 1802 por Friedrich Hölderlin, uno de los más grandes poetas alemanes, quien actuó ─podríamos decir─ como un guía para la época romántica, destacando en la poesía por el ritmo y la belleza de sus composiciones así como por la hondura de sus ideas. A causa de un trastorno mental, vivió recluido voluntariamente los últimos 36 años de su existencia en una torre junto al río Neckar a su paso por Tubinga, de modo que nos puede aportar mucho sobre las emociones e ideas que surgen durante un largo confinamiento. Pero además, a tenor de lo que nos dejó escrito, se puede apreciar que la locura de Hölderlin estuvo acompañada de momentos de una lucidez asombrosa e intrigante que nos permiten pensar que su demencia fue una opción consciente de huida, el despegue de una realidad con la que no estaba de acuerdo y que tampoco él podía modificar. Sobre todo, esta sospecha se hace fuerte si consideramos que, ya desde su juventud, Hölderlin clamó por una renovación de la cultura, por un cambio radical en la visión del mundo, que venía exigido a raíz de la revolución francesa. Con vehemencia, pero con gran delicadeza, anunció la necesidad de una revolución interior, concebida como contrapartida de una transformación externa, material, que ─según pensaba el otro gran poeta alemán, Friedrich Schiller─, pudiera servir para sostener el cambio político evitando su involución. De lo que se trataba era de refinar mediante una educación estética, es decir, a través de las enseñanzas que proporciona el arte, todos aquellos aspectos del hombre que están ligados al cuerpo y que, por sí mismos ─si nos dejáramos gobernar por ellos─, conducirían a la dispersión, a la acumulación de experiencias u objetos y al egoísmo. No se trataba de un rechazo ni de una revuelta contra los sentidos, las emociones y los deseos, sino de espiritualizarlos, de conferirles unidad y elevarlos hacia el ámbito suprasensible, ético, donde se dan, por ejemplo, la libertad y la igualdad. Así, el deber moral no sería algo a realizar mecánicamente por mera obligación, más bien estaría teñido de pasión y entusiasmo, porque consistiría en una acción que se ansía realizar y, al ejecutarla, produciría satisfacción. El compromiso moral no surgiría de forma reactiva, sólo para evitar lo que está mal, sino para producir algo positivamente, más allá de la indignación, por el simple gusto que conlleva realizar una buena acción. En definitiva, se trataba de encontrar un camino hacia el respeto y el amor mediante la belleza, en la cual se reúnen dos dimensiones: el bien y la verdad.

En este poema, Patmos, se encuentra una de las frases que más ha aparecido en Internet en los últimos tiempos, citada en referencia a la transformación que la pandemia ha producido en todos los aspectos de la vida y que dice así: “allí donde está el peligro, crece también lo que salva”. Los cuatro primeros versos, donde precisamente se presenta la frase, fueron comentados por Heidegger en su obra Caminos del bosque, relacionándolos con sus propias ideas acerca del ser y de la esencia de la poesía para terminar concluyendo -igual que ya lo había hecho el propio Hölderlin- que “el hombre habita la Tierra poéticamente” o, dicho de otro modo, que la poesía constituye un modo de existir a través del lenguaje, una forma de alcanzar el ser que se oculta tras las cosas y posibilita la aparición de éstas, cuyo fin es revelar el ser como lugar de acogimiento, convirtiéndolo en casa. Por otra parte, el sentido de la frase fue recogido a su manera por John F. Kennedy en su discurso de Indianápolis de 1959 cuando dijo que la palabra “crisis” en chino está compuesta por dos caracteres: uno de los cuales representa el peligro y el otro la oportunidad. Y, a partir de ahí, esta consigna reapareció con mucha frecuencia en el discurso político norteamericano. Sin embargo, el contexto en que surgió el enunciado, si nos atenemos a los cuatro primeros versos de Patmos ─que son justamente los que analiza Heidegger─ parece religioso, aunque allí se revela una devoción peculiar, no ortodoxa, sino más bien una religiosidad esotérica y escatológica, que produce un efecto hipnótico y conecta ─como confirma el transcurso del propio poema─ con el Apocalipsis de san Juan, esto es, con el final de un mundo y el inicio de otro nuevo.

Leamos, pues, estos cuatro primeros versos:

Cercano está el dios

y difícil es captarlo.

Pero donde está el peligro

crece lo que salva.

Semejante contexto apocalíptico hace que la frase pueda ser perfectamente aplicable a una crisis cualquiera, a ese momento en que se evidencia un cambio de tendencia muy marcado en una enfermedad, en la naturaleza, en la vida de una persona o de una comunidad. Como ocurre con la crisis sanitaria actual, ese punto representa un hito, un mojón, que decide o separa dos épocas distintas de un movimiento continuo. Precisamente, discriminar es lo que significa el verbo griego krinêin, del cual proviene la palabra crisis. Ese punto no puede clasificarse ni en uno ni en otro lado del movimiento y, por tanto, es indecible, inefable. Situado en los confines del lenguaje, no se deja atrapar. No se lo puede expresar porque, sin duda, resulta difícil de captar ─como dice el poema─, probablemente debido a que se encuentra en devenir, a que es un tránsito que se deshace a sí mismo. Podríamos decir que se trata del ser fluyendo desde una etapa comprensible, accesible ─puesto que estamos acostumbrados a ella─ y que ha ido en ascenso hasta llegar a su máximo sostenible. Ese instante extremo se erige como un umbral que abre al vértigo de la caída, porque allí se inicia el otro lado del movimiento ascendente, esto es, el descenso, la desintegración, lo carente de un hilo conductor. Si para la conciencia que percibe la crisis el primer trayecto se le muestra como la parte luminosa del recorrido, por contraposición, ese otro lado más allá del límite constituye la oscuridad, la noche de la que ya hablaba Hölderlin en su juventud, por ejemplo, en la elegía Pan y vino. En un momento semejante es cuando nos sentimos realmente confundidos, cuando lo que está ocurriendo nos parece irreal, absurdo, simplemente porque no se ajusta a la línea de sucesos anteriores, y por eso incluso pensamos que uno se encuentra en una película, en medio de una ficción. Entonces, lo que todavía es irracional, el camino que tenemos delante despeñándose por un precipicio, se nos presenta como un mal. Nos quejamos de que el dios nos ha abandonado y nos sentimos vulnerables, frágiles, desprotegidos. Confinados, sí, pero a la intemperie, expuestos a la necesidad que imponen las circunstancias actuales y sin un criterio que permita diferenciarnos de ellas y establecer fines o metas, en medio de una vorágine que muta a cada instante, arrastrados por la ola de la caducidad y la finitud. Como consecuencia de semejante indefinición, de esta ausencia de normas para enfrentar una realidad nueva a cada instante, el sin sentido se manifiesta al menos de dos maneras. Se siente como un vacío, es decir, en cuanto negación, falta o carencia, pero también se vivencia como un exceso, un experimentar el límite y traspasar el mojón, por ejemplo, al experimentar que la muerte nos pisa los talones, al descubrir que los sistemas sanitarios colapsan o que el trabajo para detener el virus supera los esfuerzos, cansa, agota, sin que parezca haber remisión. Todos éstos son momentos en los que se quebranta un límite, donde lo exhausto se revela como un agotamiento de las posibilidades, nada hay más allá del extremo alcanzado, se ha hecho todo lo que se podía hacer y, por eso, ya no puede haber ni preferencia, ni objetivos ni significación, sólo desconsuelo. El desconocimiento del futuro impide la planificación, estamos en manos de algo que no dominamos en absoluto, mientras que el presente se extiende reiterando el pasado en un punto muerto difícil de comprender. De ahí que hayamos perdido en este período de pandemia un poco el sentido del tiempo, como si se hubiese detenido, desarticulando sus tres dimensiones de pasado, presente y futuro, como si los acontecimientos que marcan la crisis se condensasen en un instante eterno. Ante esa privación de límites que hunde en la indiferencia, el cuerpo avasallado se protege imponiendo barreras externas, como las mascarillas, que delinean fronteras para evitar el contagio, la transmisión. Todo a nuestro alrededor se desmorona, pero, en realidad, el dios sigue estando allí, en medio de la confusión, porque es desde el caos de donde surge el cosmos, es decir, un nuevo orden. Efectivamente, para esta visión romántica, el universo entero es divino y en cada parte se halla el todo de la divinidad, aunque sólo se encuentre en potencia y todavía esté por desvelar. Esta idea se resume en el lema del panteísmo romántico: el Hen kai pan que significa uno y todo. De ahí que Hölderlin diga en su poema “cercano está el dios y difícil es captarlo”. Lo divino está en todas partes, incluso en el caos, aunque, en medio de la vorágine, parece que se nos ocultara. Justamente este ocultamiento nos obliga a poner en juego nuestras fuerzas para volver a encontrar el equilibrio, porque no es la presencia de lo divino sino su retirada lo que nos salva.

Ahora bien, el hecho de que las crisis nos expongan a las circunstancias, que den vuelta nuestra existencia toda hacia fuera como si fueran un guante, exhibiendo su inestabilidad, incertidumbre y devenir, hace que en los momentos trágicos inevitablemente pongamos en cuestión nuestra vida precedente y, a la vez, nos habla del riesgo que supone atravesarlos. Sólo quien es capaz de tomar una decisión auténtica puede hacerlo. Si, en cambio, uno persiste en la apariencia, se aferra a la comodidad intentando repetir comportamientos y hábitos anteriores, si uno está vacío de ideas propias y atosigado de creencias ajenas, si uno se queda aterido por el miedo, entonces pierde su identidad en la travesía y es definitivamente aniquilado. Dado que comprometen todo nuestro ser, las crisis se vuelven extremadamente peligrosas y exigen de nosotros valentía, la fuerza para resistir el desbordamiento, la negativa a dejarnos arrastrar por lo externo, la capacidad para refugiarnos en nuestra intimidad habitándola serenamente y en plenitud. Las crisis sólo se superan si se tiene vida interior y se es capaz de aprender de ellas, de detectar en el peligro algo que nos pueda socorrer.

Para Hölderlin, el momento del peligro corresponde a la huida de los dioses. Hubo para él un tiempo arquetípico, que ejemplifica con Grecia, una Grecia altamente sublimada. En ese tiempo arquetípico, las deidades habitaban entre los humanos. No sólo estaban esparcidas por toda la naturaleza (por ejemplo, Poseidón era el mar, Hades el inframundo, Helios el sol, Eos la aurora, Selene la luna) sino que dominaban a los hombres, con sus pasiones y afectos (como Afrodita, diosa del amor, o Ares, dios de la guerra). En esa Edad de oro, la existencia humana aún era feliz. Pero los dioses se retiraron, dejaron vacíos de ideales los altares y se llevaron con ellos la luz que daba alegría y vida a lo existente. Extinguida la conexión con lo divino, la realidad quedó fracturada entre el mundo celestial, el de los inmortales, y el mundo natural, el de aquí abajo, que fue desgranándose mientras las cosas perdían su carácter sagrado, se apagaba su brillo y se volvían mustias. Los sucesos dejaron de estar rodeados por esa aureola que convertía cada hecho en un auténtico acontecimiento, en una especie de milagro cotidiano. Se volvieron anodinos, siempre iguales y mecánicamente repetidos. Su falta de contacto con lo divino les hizo perder identidad, carácter propio, se disolvieron en el anonimato como si hubieran muerto y ─por así decirlo─ se masificaron. Al perder su fondo, las cosas que rodean al hombre se transformaron en fenómenos de pura superficie, en materia acumulable sin espíritu, en cantidad que prima sobre la cualidad. Finalmente, ese trato constante con lo banal y lo insignificante hizo que los humanos se volvieran incapaces de soportar la plenitud divina. Así lo señala Hölderlin en la elegía Pan y vino:

¿Pero llegamos demasiado tarde, amigo! Sin duda los dioses

aún viven, pero encima de nuestras cabezas, en otro mundo;

allá obran sin cesar, sin ocuparse de nuestra suerte,

¡tanto nos cuidan los inmortales! Pues a menudo

un frágil navío no puede contenerlos, y el hombre

no soporta más que por instantes la plenitud divina.

Como habéis podido comprobar, el momento que describe Hölderlin no responde sin más a un exabrupto poético, a la nostalgia atemporal de un mundo feliz, de una unidad perdida que, sin duda, recuerda al vínculo intrauterino donde todo era paz y calma, porque los deseos estaban plenamente satisfechos. Por supuesto, implica algunos de estos elementos, pero sus reflexiones trascienden lo meramente individual y de ello da cuenta la neutralidad de su escritura, construida muchas veces desde la primera persona del plural. Es evidente que lo que aquí tenemos no es un asunto personal sino el diagnóstico de una época, la suya, que ─como dijo Max Weber un siglo después─ se caracteriza por el desencantamiento del mundo, y que el propio Hölderlin describe en el poema titulado El espíritu del siglo de la siguiente manera:

Por donde se mire, todo es violencia y angustia,

todo se tambalea y se desmorona.

Al haber perdido su atractivo, su magia, su chispa divina y espiritual, la época ha quedado sumida en una profunda noche. Sin duda, esa noche parece haber continuado hasta el día de hoy, además de haberse hecho mucho más notoria, agravada por la crisis sanitaria, ya que ha puesto de relieve que vivimos estresados para conseguir objetivos. Normalmente son objetos superfluos y prescindibles, que resultan de la manipulación que el mercado ejerce para aumentar sus consumidores y hacer crecer la producción de esa máquina ciega que se extiende por todo el planeta igualando los gustos de la mayor parte de la población. Podemos citar algunos otros versos de Pan y vino, donde se muestra que Hölderlin realmente se refiere a un momento colectivo e histórico:

Por eso, para merecer la presencia de los inmortales,

los pueblos se agrupan en suntuosas órdenes

y bautizan espléndidos templos y ciudades

sólidas y nobles al borde de las aguas.

¿Pero dónde se hallan? ¿Dónde las coronas de la fiesta?

¿Dónde florecen las célebres ciudades? Atenas y Tebas

languidecen mustias. Ha cesado en Olimpia el ruido de las armas

y el estrépito de los carros dorados en la arena.

En el poema Patmos, el peligro se presenta como un abismo, una profunda brecha, sobre la que habrá que tender puentes y correr el riesgo de cruzar. Y no deja de ser curioso que la palabra alemana para abismo sea Abgrund, es decir, lo que no tiene fondo y, a su vez, lo que carece de fundamento y, en consecuencia, es irracional, porque el término Grund significa base, pero también razón. Esto nos conduce a un breve ensayo de Hölderlin titulado Juicio y ser, donde el poeta señala que todo juicio implica necesariamente una separación entre dos elementos que se enfrentan entre sí, el sujeto y el objeto, sobre los cuales la acción de juzgar despliega un puente al vincularlos en un enunciado. Esta explicación procede a partir de la etimología de la palabra “juicio” en alemán (Urteil), que justamente significa división originaria. En efecto, no hay conocimiento sin estos dos elementos diferenciados, sin una conciencia que tematiza algo y lo convierte en objeto de su pensar. El juicio, como conclusión del proceso cognoscitivo, reúne a ambos, los vincula manteniendo la diferencia, gracias a la distinción entre sujeto y predicado. De esta manera, es claro que el peligro de la escisión responde a un tipo de racionalidad que tanto Hölderlin, como sus jóvenes amigos Schelling y Hegel, situaron en el intelecto puramente teórico, o sea, en la razón científica, que, a la hora de juzgar, prescinde de los sentimientos así como de los aspectos éticos y estéticos. Éste es justamente el tipo de inteligencia que se impuso desde la revolución industrial y el maquinismo, generando el mundo que hemos heredado y en el cual vivimos actualmente. Horkheimer y Adorno llamaron a esta inteligencia razón instrumental. Veamos ahora cómo Hölderlin describe esta época en su poema El Archipiélago:

Pero nuestro linaje vaga en las tinieblas,

vive como en el infierno ajeno a las cosas divinas.

Todos están clavados a sus oficios y en el ruidoso taller,

cada cual se oye así mismo…

Fuerte y sin tregua trabajan estos bárbaros,

mas su miserable esfuerzo seguirá siendo estéril.

Según estos jóvenes, lo que puso en marcha al pensar filosófico desde el inicio de la modernidad fue el deseo de suturar esa herida, de solventar la escisión que paradójicamente era el resultado de la manera de mirar el mundo predominante en la época, una mirada que lamentablemente ya se encontraba contaminada por la discriminación y la separación. Como un enorme ojo siempre abierto, la conciencia teórica enfoca lo que la rodea y lo convierte en objeto de estudio. No sólo se distingue de lo que está a su alrededor sino que se le opone, porque percibe todo como objeto, mientras que ella se presenta inmediatamente a sí misma como el único sujeto. Al observar la realidad e interpretarla desde su propia perspectiva, esa conciencia impone su visión y sus criterios sobre su entorno, lo aniquila, porque no le deja un espacio para actuar o simplemente ser por sí mismo. Ella observa, describe, analiza, etiqueta, clasifica y, de esta manera, lo que descubre ante sí nunca es un alter ego sino siempre una cosa.

La inteligencia puramente teórica subordina el mundo a sus propios intereses, lo manipula como si ella misma fuera un instrumento y lo convierte en útil para obtener sus fines. Aun cuando en esta época todavía no había despuntado el capitalismo industrial, estos jóvenes ya denuncian el tipo de racionalidad que lo hará posible. Para ellos, la herida que hace infeliz al individuo y vuelve imposible la concordia social haciendo inviable el amor y la solidaridad es el enfrentamiento entre el intelecto y la sensibilidad, que a lo largo de la historia ha ido adquiriendo distintos matices. Hölderlin ─por cierto, igual que Schelling─ considera que la escisión se expresa en su época como separación entre el hombre y la naturaleza.

Según ambos, en la antigüedad, especialmente en Grecia, el ser humano se encontraba integrado y en armonía con la naturaleza. Sentía que inexorablemente era parte del todo universal, porque reproducía en su interior la estructura misma del cosmos. Ambos, el individuo y el universo, se reflejaban el uno en el otro y eran concebidos orgánicamente, a saber, como un cuerpo cuya totalidad y principio de vida están presentes en cada uno de sus órganos, es decir, como un organismo que vive en y a través de sus miembros. Además, esta pertenencia mutua se expresaba a nivel político, en las asociaciones humanas, porque también la polis, la ciudad-Estado, era el lugar natural del ciudadano, donde éste se incorporaba sin disonancias. Pero esta reciprocidad entre la parte y el todo, entre el hombre y la naturaleza se quebró, en gran medida debido al cristianismo, debido a que unificó la cultura occidental bajo la idea de un dios totalmente inmaterial, cuyo reino se encuentra más allá de este mundo real y, por tanto, es puro espíritu.

La muerte de Jesucristo, el último dios de la antigüedad, quien se inmoló dejando martirizar su carne y resucitó para negar lo terrestre y augurar en su lugar un reino celestial, marca para Hölderlin la entrada en un tenebroso anochecer. Es la noche del dolor, la ausencia y el olvido de nuestro ser, frente a la cual huir resulta imposible. No hay otra alternativa que experimentar esa noche en toda su intensidad: sentir su mudez y ahondar en lo único que vemos en medio de las tinieblas, nuestro interior, hasta dejarnos disolver en el vacío que nos da paz y nos muestra nuestro ser en un sitio relativo, periférico, respecto de la totalidad de las relaciones que constituyen el universo. En el ingreso a esa eternidad preñada de sueños, se prepara la llegada de lo que ha sido y de lo que puede llegar a ser, cuando se perfilan desde el corazón, y no sólo desde la inteligencia, las imágenes de ese futuro previsto en lo pasado, que consiste en la reconciliación con la propia esencia de cada uno. Así lo dice Hölderlin en la elegía Pan y vino, después de anunciar la retirada de los dioses:

Mientras tanto pienso a menudo

que mejor es dormir, que estar así sin compañeros,

que aguantar así. ¡Y qué hacer entre tanto y qué decir!

No lo sé, y ¿para qué poetas en tiempos de miseria?.

Pero ellos son -dices tú- como los sacerdotes sagrados del dios del vino,

los que fueron de un país a otro en la noche sagrada.

Y del dios tronador viene la alegría del vino.

Por eso pensamos también en los celestiales, los que

ya han estado y vuelven en tiempo oportuno.

De acuerdo con estos versos, en medio de la oscuridad y el silencio, los hombres se mantienen a la espera aguardando el reencantamiento del mundo, cuando las huellas de Dionisos y la profecía cristiana se den la mano para que los poetas presagien la sagrada unidad. Entonces ─como ansía Hölderlin─ se podrá habitar el cosmos poéticamente, bautizándolo en la totalidad de sus aspectos y, con cada nombre pronunciado, se restaurará la relación entre lo divino y las cosas, renacerá el universo. Mientras tanto, los poetas atisban el amanecer en su embriaguez para dar albricias a esa comunión universal con los demás hombres y con la naturaleza. Es el instante de la solidaridad. Tal vez, si hay suerte, la llama del amor bendiga e ilumine al que se sentía ciego, indigente, expulsado del paraíso, y, a la vista de la amada, el árbol muerto renazca, broten sus ramas hasta alcanzar la floración en primavera.

La referencia al papel histórico del monoteísmo cristiano y la necesidad de sintetizarlo con el politeísmo griego ─totalmente obviada en la interpretación de Heidegger, quien se limita a señalar la admiración de Hölderlin por el mundo clásico─ aparece también en el himno Patmos, porque esa pequeña isla (Patmos), a la cual el poeta parece dirigirse en sueños cuando emprende el camino que lleva desde Alemania a Asia, es precisamente el lugar donde se encuentra la cueva en la cual Juan, el discípulo de Jesús, recibió sus revelaciones, las mismas que luego plasmó en el Libro del Apocalipsis. De hecho, la mayor parte del poema describe los momentos finales de Jesucristo a partir de la última cena y alude claramente a ese texto sagrado donde se anuncia no sólo el hundimiento en la oscuridad del mundo tal y como lo conocemos, sino la preparación para el acceso a un nivel superior, el de la salvación. Dice el poema:

Entonces extinguióse

la luz solar, la luz regia,

y por sí mismo quebró

el cetro de rayos rectilíneos,

desgarrado de dolor divino.

(…)

Y en adelante fue gozoso

habitar en la amorosa Noche y guardar

inalterables en cándida mirada,

abismos de sabiduría.

Éste es, sin duda, el significado simbólico, atemporal, que tiene el peligro que salva. Pero, situémonos ahora en la época de Hölderlin y otorguémosle a la escisión también un sentido histórico para ver cómo funcionó en la modernidad. Por lo pronto, podemos decir que la separación entre espíritu y naturaleza abonó, ya en la época de la ilustración, el uso de una inteligencia descarnada, puramente lógica y cuantificadora, que interpretó la naturaleza o como un enemigo del que protegerse o como una entidad de la cual sacar provecho. Orgulloso de sí, el hombre se sintió el ser más elevado de la evolución natural e imaginó que toda la creación apuntaba hacia él. Debido a su ventaja, se creyó con legitimidad para sojuzgar, explotar, expoliar y destruir los reinos precedentes a él, incluidos los seres vivos que habitan el mundo natural. Con este supuesto, se inició la industrialización hasta terminar entablando con la naturaleza un nexo de dominación y sometimiento, negándole todo respeto y, en consecuencia, todo derecho.

Nosotros ya hemos visto el desarrollo de semejante relación hasta niveles que amenazan con devastar ecológicamente al planeta y, por tanto, también con destruir a la especie humana: los mares emponzoñados, los bosques talados o incendiados, la desertificación creciente, la extinción de multitud de especies, la polución en las ciudades y el drástico cambio climático. Sin duda, el modelo de producción capitalista y la tecnificación han sido claves en este proceso de ruptura y enfrentamiento con la naturaleza al aumentar exponencialmente los productos a disposición, utilizando materias primas y fuentes energéticas contaminantes, como el plástico o los combustibles fósiles. Con el uso de la tecnología, el sistema ha conseguido adueñarse de todas -insisto- de todas las fuerzas de los individuos para ponerlas al servicio del mercado, creando el totalitarismo más contundente que haya existido jamás, porque se basa en el espejismo de que vivimos en el mejor mundo de los posibles y, sin duda, en el más cómodo, para aquellos que no malviven en la pobreza. Ya no somos dueños de nosotros mismos ni de nuestro tiempo ni de nuestra vida íntima, ni siquiera de nuestro cuerpo en el que intervenimos físicamente modelándolo según los dictados de la moda y alegando que somos libres para hacerlo, cuando ciertamente nuestros deseos son dirigidos por la propaganda y por los medios de comunicación, que no informan de manera neutral sino que digitan la opinión y, al final, nos obligan a habitar en un mundo que nos es ajeno, completamente ficticio. Todo esto ha modificado el modo de vida y los comportamientos a nivel global. Ha promovido la superficialidad, el egoísmo, el materialismo, la competencia, la envidia, el consumo, el derroche contumaz, la especulación, la corrupción, la violencia, la discriminación, además de crear un permanente apego a las redes sociales y a los videojuegos, que, junto con el deterioro educativo generalizado de los últimos veinte años, ha terminado por estupidizar a la población, fomentando la adaptación y restándonos herramientas para actuar por nosotros mismos.

Así pues, no es raro que Heidegger señale que el peligro del cual hablaba Hölderlin es, en realidad, la técnica, aunque él lo presente como un descubrimiento propio sin explicitar todos los elementos que nosotros hemos ido mostrando aquí y nos permiten llegar a la misma conclusión que él. De igual modo que el poeta, también el filósofo encontró una radical ambigüedad en el fenómeno de la técnica moderna, que pondría a la humanidad ante una encrucijada, ante un dilema necesariamente a resolver. Por un lado, vio en ella una amenaza para el hombre, quien puede sucumbir a su fascinación y ser totalmente absorbido por el imperativo tecnológico de dominar la naturaleza mediante la producción de lo artificial, lo cual terminaría por enmascarar su propio ser y disminuir su libertad, como efectivamente hemos visto a lo largo de esta conferencia. Por otro lado, la técnica representa para él también una esperanza, porque, al revelarse en ella el destino que emerge del ser mismo, podría hacer surgir una relación más originaria entre el hombre y el ser, provocando una auténtica revolución ontológica. En ese caso, la técnica serviría ─según decíamos en un principio─ como punto de inflexión con el que se termina una época y comienza otra nueva.

Para llegar a esta conclusión, Heidegger distinguió dos dimensiones distintas de la técnica: en cuanto instrumento, esto es, como objeto a la mano, que se encuentra a disposición, y en cuanto imperativo o estructura de acción sobre el entorno. Por una parte, la técnica sería un modo primario de estar en el mundo, una ocupación pragmática que produce objetos: artefactos, dispositivos, herramientas, que adquieren sentido dentro de un complejo instrumental donde lo único que se exige es un uso apropiado de cada elemento. La característica de estos objetos, que están al servicio del hombre, es su utilidad. Su fin consiste en lograr una mayor comodidad. Pero además de este alcance de la técnica que atañe a los individuos, también es posible concebirla como una fuerza global de transformación de la naturaleza, que se manifiesta en los grandes sistemas tecnológicos, por ejemplo, en las centrales nucleares, las redes de telecomunicación satelital o el ciberespacio informático. En tal caso, la técnica rebasa completamente a los individuos y adquiere un carácter impersonal, autónomo e incontrolado, como sucedió en las centrales de Chernobyl o de Fukushima y, como probablemente ha ocurrido también con esta pandemia, ya que hay muchas sospechas de que el coronavirus pueda ser un producto de laboratorio. Resulta evidente que, en este caso, la técnica no constituye un simple utensilio a la mano ni un medio neutro o inocuo, sino una potencia desenfrenada que puede desbordarse en cualquier momento y que parece demoníaca, porque ─como dice Heidegger─ revela el mundo por provocación. Efectivamente, la técnica persigue sin control sus objetivos imponiendo su dominio y asemejándose al poder que invoca el aprendiz de brujo en la famosa balada de Goethe (o -si queréis- en la película de Disney). Crea formas artificiales de existencia, conmina y emplaza a la Tierra obligándola a dar sus frutos o a acelerar el proceso de producción, sin cuidarla ni protegerla, convirtiendo el planeta en un mero fondo de reserva disponible de materias primas, mientras que pone a los seres humanos a su servicio como si se trataran de sus propios tentáculos para realizar la expansión y el arraigo en el mundo.

Si éste es el peligro, habrá que preguntarse cómo encontrar en él a lo que ampara y emancipa, cómo convertir la amenaza en esperanza, en la creencia de que es posible superar el estado de cosas existentes, incluso en la promesa de que advendrá un tiempo en que la alienación de nuestro ser irá cediendo y podremos alcanzar un nuevo nivel de conciencia en la historia de la humanidad. Para responder a esta cuestión analizaremos qué implica el peligro.

Lo primero que se puede observar es que el peligro constituye una zona de inseguridad y que, atravesarla, entraña riesgo. Esto supone que el sentimiento que se le asocia siempre es el miedo, una emoción, utilizada a lo largo de la historia por distintos grupos con el fin de amedrentar y obligar a otros a hacer lo que no harían en situación de libertad. Según ha mostrado Hegel en la dialéctica del amo y el esclavo que aparece en su Fenomenología del espíritu, el temor a perder la vida es clave para engendrar relaciones de dominio y sometimiento, aunque ese miedo a malograr la propia subsistencia, si no se acepta la sumisión, sólo salga a la luz en vínculos extremos, de supeditación total, como es el caso de la esclavitud. El poder fundado, por una parte, en el miedo a morir y, por otra, en el privilegio de dictaminar la muerte de los demás, genera lo que hoy en día ─siguiendo a Achille Mbembé─ llamamos tanatopolítica y se coloca un paso más allá de la biopolítica, que consiste en el dominio y la violencia que las instituciones, las empresas, la sociedad en general ejercen sobre nuestros cuerpos. Sin duda, la epidemia de coronavirus, que tantas defunciones ha dejado a su paso, ha sido la ocasión para ejercer una forma de tanatopolítica, permitiendo que el virus pudiera ser usado como excusa para que la población aterrorizada se sometiese a la voluntad de las élites mundiales.

Sin embargo, los sentimientos en sí mismos no son ni buenos ni malos y siempre admiten ser manejados de forma ambivalente, con fines opuestos, por lo que el miedo no es necesariamente una emoción negativa. De hecho, puede ser un factor decisivo para tomar las riendas de la propia vida y hacerse responsable, no sólo de las circunstancias que actualmente nos alienan sino de poner las bases para un cambio. Muchas de las grandes transformaciones, de las grandes revoluciones de la humanidad se han producido por el miedo a perder la subsistencia, a morir de hambre, por ejemplo, por quedarse sin trabajo o por una mala distribución de la riqueza, pero también por temor a perder la libertad, por no poder seguir viviendo con el mínimo de dignidad que requiere una vida humana. Resumiendo, el pavor se produce siempre ante la aparición de un límite que, en principio, parece infranqueable, si bien todos los temores remiten al miedo más originario que es el de la propia muerte, la única frontera que, llegado el momento, no se podrá traspasar. Así pues, hay en el terror una unidad de objeto y, sin embargo, una dualidad de reacciones posibles ante su aparición, a saber: el acobardamiento o la valentía, porque no tiene más valor quien no siente miedo, sino quien consigue vencerlo. Detengámonos un momento a analizar estas reacciones.

La cobardía se manifiesta como parálisis o como huida, por ejemplo, en la negación del peligro que hace caer en la inconciencia, lo cual no sólo perjudica a uno mismo sino también a los demás. Entonces ─para el caso que nos ocupa─ se rechaza la pandemia como si fuera una falsa noticia y una exageración, cuando en realidad han muerto cientos de miles de personas cuyos cuidados terminales han colapsado los sistemas sanitarios, cosa que no había ocurrido en los últimos cien años con gripes o enfermedades endémicas como el zika, el ébola, el dengue o el mal de Chagas. Como resultado, se pasa al atrevimiento y al desafío abierto del mal: no se usan mascarillas ni se respeta la distancia de seguridad. Se producen así miles de nuevos contagios, porque se pretende que no ha pasado nada, que es posible seguir viviendo como antes, manteniendo el mismo modo de hacer negocios, de relacionarse con los demás y de viajar. No se acepta que la pandemia ha puesto en crisis la estructura económica de cuyas entrañas ha surgido, mostrando su irracionalidad, y se trata de hacerla persistir para seguir lucrándose. En lugar de aprovechar la oportunidad que brinda el confinamiento de detener esa actividad frenética en provecho del sistema y alcanzar el punto cero, que finalmente iniciará la transformación, se continúa con el movimiento anterior, intensificándolo ahora por internet. Se ofrecen cursos, clases, entrevistas, reuniones en línea y todo tipo de eventos, sólo que los gastos son asumidos por los trabajadores, con lo cual las empresas obtienen mayores beneficios.

Otra forma de no enfrentar el miedo es dejarse absorber por él, sentirse excedido y, en consecuencia, cosificado, carente de libertad. La forma de rechazar el trance que intimida consiste en anularse, en negar no al objeto de espanto sino a uno mismo. Surge entonces el pánico y aparecen las neurosis o las fobias por temor exacerbado al contagio: se extrema la higiene hasta límites absurdos e ineficaces o no se quiere salir ni relacionarse con nadie. En lugar de aprovechar la coyuntura de tener que hacer vida en casa y en familia para ahondar los lazos con los más allegados y con uno mismo, la pandemia ha dejado al descubierto que son muchos los que existen en medio de una ficción, hacia fuera, sin vida interior y eludiendo conflictos inevitables. Por eso, han quedado sumidos en un profundo sentimiento de soledad o de incomprensión, lo cual ha recrudecido las disputas. No en vano, con la pandemia han crecido de manera alarmante la violencia de género, el consumo de alcohol así como otras drogodependencias, incluido el abuso de medicación, lo cual ha hecho ─por ejemplo, en Madrid─ endurecer la política expendedora de las farmacias, que antes favorecían la adquisición de medicamentos y ahora se encuentran con restricciones en el servicio debido al consumo abusivo.

Pero también se puede enfrentar el temor y conseguir dominarlo sin que sea él el que nos doblegue. En ese momento ocurre su transmutación en un afecto positivo. Deja de ser simple miedo a la aniquilación para transformarse en prudencia, es decir, se convierte en una disposición activa para aplicar la sabiduría a tesituras empíricas concretas y a individuos distintos, rodeados de entornos no siempre coincidentes. La prudencia es, por tanto, una sabiduría de lo particular, de lo que se desenvuelve en una circunstancia determinada. En consecuencia, es evidente que el primer paso para llegar a la prudencia radica en el reconocimiento de los límites, la aceptación de los fallos y defectos. Para que el peligro pueda salvarnos es preciso mirarlo de frente, aceptar la bajada hasta el fondo del abismo para ubicar los elementos que han permitido la aparición del caos y elaborar un plan que ayude a la adaptación del nuevo orden, lo cual no significa necesariamente resignarse al flujo transformador dejándonos arrastrar por los demás sino, sobre todo, aportar soluciones distintas a las existentes. Se trata de un trabajo que requiere esfuerzo y va desde dentro hacia fuera, porque su objetivo consiste en hacer del mundo un espacio habitable. Esto es válido, en primer lugar, para nuestras relaciones personales, cuyo lado perverso, tóxico o negativo se ha puesto en evidencia durante el encierro, pero también el olvido al cual las sometemos. La salvación individual pasa por la protección, el cuidado, el amor hacia el entorno inmediato. Sin embargo, si algo ha dejado al descubierto esta crisis es que nuestras vidas están estrechamente imbricadas en lo colectivo, especialmente al nivel de la materia. Por eso, si queremos salvarnos se hace necesario encontrar respuestas para muchas preguntas que nos afectan a todos: no sólo cómo surgió el virus, cómo se transmite o cómo curarlo, sino por qué el sistema sanitario colapsó, por qué los recursos estatales privilegian áreas menos prioritarias que las de la salud, por qué la fabricación de ciertos productos se encuentra concentrada en determinadas zonas del planeta, por qué los países carecen de una estructura económica armónica que les permita abastecerse en situaciones de urgencia, por qué los servicios médicos están organizados sin tener en cuenta una emergencia, qué papel juegan los laboratorios farmacéuticos y los intereses de algunas empresas en la gestión de nuestra salud. También es importante saber cómo ha afectado al desarrollo de la enfermedad la injusta distribución de la riqueza y hasta qué punto se encuentra ligada a ciertos grupos étnicos o sectores de riesgo como los ancianos, para cuestionarnos qué derecho tiene la sociedad a la hora de establecer preferencias en la atención de los pacientes y, como consecuencia, precipitar la muerte de unos por delante de la de otros. Además, el parón del sistema económico ha dejado bien en claro cuáles son las necesidades prioritarias y, como resultado, cuáles son las áreas básicas a abastecer. Digamos que se ha comprobado que es imposible vivir sin alimentos, sin medicinas o sin cultura ─aunque se transmita en línea─, pero, en cambio, se puede sobrevivir sin ropa de marca, sin restaurantes, hoteles de lujo o discotecas, por no hablar de los medios derrochados en autodestrucción, como las guerras, las drogas, la explotación de niños o la trata de seres humanos, que para colmo es operada por mafias que siembran el terror en la población. Efectivamente, las empresas que han sucumbido en esta depresión económica de cuyas auténticas dimensiones todavía no hemos tomado conciencia son todas las dedicadas a la especulación, a la industria de lo superfluo y del ocio masivo que parecen constituir los falsos cimientos de esta civilización que hoy se tambalea, en particular, las líneas aéreas, los negocios turísticos, las inmobiliarias, los espectáculos que requieren grandes concentraciones, rubros, todos ellos, que se han potenciado exponencialmente en los últimos tiempos en detrimento de las áreas esenciales, entre las cuales precisamente se encuentra la educación. De hecho, muchos de los contagios se producen por ignorancia y, más que nada, por falta de educación cívica o ética, porque son el resultado de anteponer los deseos de cada uno a la salud e integridad de los demás. La pregunta fundamental es, sin duda, si vale la pena seguir con la lógica del beneficio y con la máxima de la ganancia, sobre las cuales reposa el capitalismo global, aún a riesgo de perder la libertad o la vida, sólo por un volátil deseo de acumular, de poseer, que, en definitiva, produce el dispendio y el vaciamiento interior para dejarnos desnudos, indefensos, ante los vendedores de este mercado global que, gracias a los medios de comunicación, se entromete en nuestras vidas privadas y en nuestros domicilios.

En un epigrama titulado Raíz de todo mal, Hölderlin explica de dónde surge el peligro de la siguiente manera: “Ser en unidad -dice- es divino y bueno; ¿de dónde entonces el afán entre los hombres de que tan sólo uno y una cosa tan sólo sea?”.

No hay duda de que la raíz del mal está en la egolatría y las ambiciones egoístas, en creerse dueño de la verdad y pretender imponerla a los demás con discursos de validez universal, sin tener en cuenta la diversidad personal. Por tanto, el peligro sólo se puede enfrentar sin sucumbir a él desde un pensamiento ético, un pensamiento solidario que busque la unidad a partir de un enfoque recíproco, de mutua responsabilidad y colaboración tanto a nivel íntimo como exterior. En el ámbito interno, habrá que recurrir al uso conjunto de todas las facultades. No al entendimiento meramente científico, que parece haberse impuesto en la actualidad como único criterio válido para resolver problemas, primero, porque es una inteligencia que en muchos asuntos anda a tientas, aunque sea imprescindible, y segundo, porque ha servido de base a la descarnada razón instrumental que construyó el sistema actual, expoliando la naturaleza y explotando a los individuos. Se trata, pues, de crear nuevos patrones y modelos de conducta, instituciones más flexibles e inclusivas, así como estructuras productivas más humanizadas y beneficiosas para la mayoría de la población, y no sólo para unos pocos, menos agresivas con la naturaleza, que nos proporcionen la posibilidad de habitar poéticamente el mundo. Dice el poeta en uno de sus últimos himnos, conocido por su primer verso como En el amable azul:

¿Puede, cuando la vida es toda fatiga, un hombre

mirar hacia arriba y decir: así

quiero yo ser también? Sí. Mientras la amabilidad dura

aún junto al corazón, la Pura, no se mide

con mala fortuna el hombre

con la divinidad. ¿Es desconocido Dios?

¿Es manifiesto como el cielo? Esto

es lo que creo más bien. La medida del hombre es esto.

Lleno de méritos, sin embargo, poéticamente habita

el hombre en esta tierra. Pero más pura

no es la sombra de la noche con las estrellas,

si yo pudiera decir esto, como

el hombre, que se llama una imagen de la divinidad.

¿Hay en la tierra una medida? No hay ninguna

Profundicemos en estos versos de difícil interpretación. En el mundo fracturado, es posible mirar desde abajo, desde el cansancio de las criaturas agobiadas por el peso de lo indeseable, hacia el cielo, donde, simbólicamente, moran los dioses y las ideas divinas. Al levantar la mirada, se aprecia el contraste de la vida humana en la Tierra con ese reino de ideales y perfección que, en cierto sentido, sirve de medida y de modelo para el hombre, quien orgullosamente cree ser una imagen de la divinidad. Pero la comparación resulta inviable: dios parece ocultarse, porque ninguna medida surge desde el ámbito inferior. A pesar de los méritos y esfuerzos que realiza el hombre, le resulta muy difícil frenar el envilecimiento de su inframundo, donde todo tiende a corromperse y a desaparecer, donde todo está contaminado y no puede mantener su pureza. Pero en medio de esa corrupción, el ser humano aún es capaz de encontrar su propia medida, si bien sólo si se decide a habitarse y a contenerse a sí mismo, aceptando sus emociones en conjunción y no en conflicto con sus pensamientos, abriéndose por completo, sin reticencias, a la realidad, como un individuo en plenitud, integrado de manera armoniosa. Entonces se conseguirá habitar la Tierra poéticamente, residir como lo haría un artista en medio de su obra, como lo haríamos si fuéramos realmente una imagen de la divinidad, si tuviésemos las metas de un dios, de quien no necesita nada para ser, porque no carece de nada, porque está satisfecho y crea simplemente para expresar su abundancia. Habitar poéticamente el mundo es engendrar una vida pletórica, tolerante, abierta e igualitaria. Significa respetar los objetos y dejarlos expresarse tal como son, revelar con la palabra su esencia sin forzarlos para que sean como uno quiere. Y esto vale no sólo para los objetos sino también para los seres vivos, para la naturaleza y para los seres humanos. Se trata de honrar a los demás, concediéndoles un ámbito de libertad en el que uno no se puede entrometer, como si de algún modo fueran los personajes de una obra de arte. De hecho, sólo cuando a ellos se les reconoce su diferencia y autonomía respecto del autor, adquieren vida propia para dejar de ser facetas repetidas de la personalidad que los imagina.

Éste es el sentido que el término poesía adquirió en el romanticismo alemán y que remonta al término griego, que a su vez procede del verbo griego poieîn, que significa hacer. Poesía no es escribir versos sino crear libremente a través de una actividad general que pone todas las fuerzas del individuo al servicio de la imaginación y las reúne para generar proyectos cuyo objetivo es transformar progresivamente el mundo. En La vuelta al día en 80 mundos, Julio Cortázar, quien fue un escritor muy versado en literatura, describió las emociones que están en la base de la creación en la poesía romántica y las definió en su conjunto como un sentimiento de esponja, que hace que los artistas se mimeticen con el mundo, igual que ocurre con los camaleones. Esto es posible porque los poetas carecen de una identidad que obstaculice el conocimiento de su entorno y, por ese motivo, se puede decir que son transparentes a la hora de describirlo y darle una expresión. Lo reciben por ósmosis. Simplemente, se abren a él, lo dejan actuar gracias a eso misterioso que se llama inspiración. A diferencia de los filósofos ─deberíamos decir también de los científicos─, que conocen tomando distancia y diferenciándose de su objeto, por contraposición, parapetándose ante él como si fueran coleópteros, los artistas se abren sin reparos y se entregan empáticamente a la realidad y, en ese sentido, aseveramos que la poesía es donación, espera, escucha. En definitiva, un don que se recibe y no se consigue jamás con violencia, por provocación. Precisamente por eso, los poetas son capaces de alcanzar un conocimiento más profundo del mundo, incluyendo perspectivas que trascienden al sujeto pensante. Como los antiguos vates, son clarividentes en connivencia con los dioses, a quienes les permiten hablar por su boca, dejándose alcanzar por la esencia de las cosas. Así logran perfilar un futuro impensable para una mayoría doblegada por las necesidades y exigencias materiales.

Esta cercanía indiscutible entre la poesía y la religión, sobre todo si se le pregunta a los poetas, es abordada por Hölderlin en múltiples ocasiones, pero explícitamente aparece en un texto que se encuentra recopilado en sus obras completas debido a que las ideas parecen ser de su autoría y, sin embargo, el escrito ha salido de puño y letra de Hegel. Obviamente, me refiero a El primer programa de un sistema del idealismo alemán, que de forma subrepticia he citado al comienzo de esta conferencia y que debe considerarse como un manifiesto colectivo de la joven generación romántica. Allí se expresa claramente la relación entre poesía y religión, poniéndose de manifiesto que el último propósito del habitar poéticamente es lograr la máxima libertad mediante la constitución de una fraternidad universal. Leamos algunos párrafos donde se proclaman estas conclusiones:

"Al mismo tiempo, escuchamos frecuentemente que la masa tiene que tener una religión sensible. No sólo la masa, también el filósofo la necesita. Monoteísmo de la razón y del corazón, politeísmo de la imaginación y del arte: ¡eso es lo que necesitamos!”. […] “Mientras no transformemos las ideas en ideas estéticas, es decir, en ideas mitológicas, carecerán de interés para el pueblo y, a la vez, mientras la mitología no sea racional, la filosofía tiene que avergonzarse de ella. Así, por fin, los [hombres] ilustrados y los no ilustrados tienen que darse la mano, la mitología tiene que convertirse en filosófica y el pueblo tiene que volverse racional, y la filosofía tiene que ser filosofía mitológica para transformar a los filósofos en filósofos sensibles. Entonces reinará la unidad perpetua entre nosotros. Ya no veremos miradas desdeñosas, ni el temblor ciego del pueblo ante sus sabios y sacerdotes. Sólo entonces nos espera la formación igual de todas las fuerzas, tanto de las fuerzas del individuo como de las de todos los individuos. No se reprimirá ya fuerza alguna, reinará la libertad y la igualdad universal de todos los espíritus”.

En un contexto donde muchos han perdido la esperanza en la posibilidad del cambio, es necesario volver a esta idea de que la imaginación, entendida en su funcionamiento libre ─como ocurre en el arte─ y, a su vez, dando cabida a lo real, apoyándose en lo existente para poder crear de forma viable ─como también hace el arte─, es la verdadera solución para unificar todas nuestras fuerzas y proyectar un futuro mejor. Sólo si creamos solidariamente y, además, imaginamos contando con lo real y no negándolo, es decir, si descubrimos respuestas y soluciones a las preguntas que hoy nos acucian, podremos conjurar el peligro y salvarnos, redimidos por la poesía, por esa creatividad que transforma el mundo. Es importante aprovechar la ocasión que inesperadamente nos brinda el destino para replantear de raíz nuestra vida individual y colectiva, lo cual no quita que se pueda hacer sin esfuerzo o sin sufrimiento, porque ─como dice Hölderlin en Hiperión─ “sólo en el dolor cobramos conciencia de nuestra libertad”. No hay duda de que arriesgarse supone perder la estabilidad momentáneamente y, sin embargo, llegados a este punto de destrucción de la vida y del equilibrio planetario, tal vez ésta sea nuestra última oportunidad, de modo que, si no nos arriesgamos, simplemente nos perderemos a nosotros mismos. No obstante, a pesar de que es menester asumir el dolor, para Hölderlin la poesía tiene su fin y su sentido en sí misma y siempre queda justificada en cuanto fuente de gozo y felicidad. Terminemos leyendo algunos de los versos en los que el poeta deja su mensaje a las Parcas, a las divinidades que hilan y tejen nuestro destino:

El alma que acá abajo fue frustrada

no hallará reposo ni siquiera en el infierno,

pero si logro plasmar lo más querido

y sacro entre todo, la poesía,


entonces sonreiré satisfecho a las feroces

sombras, aunque debiera dejar

en el umbral mi voz. Un solo día

habré vivido como los dioses y eso basta.

Ilustración: Dalia

Sobre la autora:

Es escritora y filósofa. Profesora de la Universidad Complutense de Madrid durante 30 años y ha sido profesora visitante en Harvard, Oxford, Universidad de Freiburg, UNAM. Tiene más de 20 libros de autoría propia y numerosos artículos. En 2009 ganó el premio Cáceres de Novela. Ha hecho importantes traducciones de la filosofía alemana a la lengua española, especializándose en el Idealismo alemán. Premio 1981 en Argentina por sus aportaciones a éste. Evaluadora de proyectos de investigación para el Ministerio de Ciencia y Tecnología de Portugal.