De muerte, rituales y música en tiempos de pandemia
María Georgina Quintero
“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo entre los mortales tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.
Jorge Luis Borges
Morir: destino de los hombres, por más que se nieguen y tengan ensoñaciones de vida eterna. La muerte llega tarde o temprano; a veces, con premura, en la juventud; otras, después del centenar de años. Los vivos lloran a sus muertos, comparten el duelo. Honrar a los difuntos es universal, con variaciones de país a país. El mexicano se burla de la muerte, la desafía, se la come. La herencia prehispánica se funde con la herencia colonial y dan origen al Día de Muertos tal y como es conocido hoy en día. José Guadalupe Posadas escenificó a la muerte cantando, divirtiéndose, disfrutando de la felicidad de los mortales.
Desde la visión cristiana: Dios da y quita la vida. A Dios hay que agradecerle por la vida y el término de ésta. El ritual cristiano de la muerte dura nueve días, conocido como novenario, donde todos los días se emiten cantos para pedir que el alma del difunto ascienda más pronto al cielo. El 9 representa la vida y la muerte: 9 meses es lo que tarda en promedio en gestarse un ser humano dentro del vientre de su madre y, si es cristiano católico, los rezos y los llantos durarán 9 días.
El tránsito de la vida a la muerte, de poder ser recordado o reconocido, seguro, es un honor. Hay quienes mueren como si nada, sin una identidad propia, una familia, unos amigos. Los rituales mortuorios simplemente desaparecen de su alcance: se van a la fosa común, nadie les acompaña con música o cantos. Judith Butler, cuando habla del duelo, recuerda que no todas las vidas son lloradas, porque hay vidas que valen más que otras por motivos geográficos o socioeconómicos. Walter Benjamin, por su parte, al mencionar la tradición de los oprimidos, recuerda que la humanidad no tendría lo que tiene en términos arquitectónicos y de diversa índole, si no fuera por todos los olvidados.
Que al término de la vida los otros puedan emitir cantos durante el funeral, es parte de haber sido reconocido en vida.[b1] Entre más reconocimiento haya tenido alguien, mayores serán los ritos funerarios: los antiguos faraones desde el antiguo Egipto, pasando por los jefes de Estado, los reyes, reinas y princesas. La muerte de Lady Di causó conmoción internacional y Elton John cantó el día de su funeral. El mito y su leyenda sigue arrastrando a la Corona británica.
Los desechos de la sociedad, es decir, los excluidos por no pertenecer a una raza específica, eran sometidos para ser músicos de la muerte. El holocausto, uno de los horrores de la historia moderna, no podría entenderse sin la música. Había orquestas formadas por prisioneros que, posteriormente, tendrían un trágico final. Antes de entrar a la cámara de gas se tocaban melodías. El paso a la crueldad de la muerte se apaciguaba con las notas musicales. Es parte de la llamada banalidad del mal a la que Hannah Arendt se refería. La arquitectura del mal está presente hasta en lo más recóndito y menos imaginado.
La pandemia pone en un lapsus los rituales mortuorios. Es mucho más difícil despedirse del ser querido. La implementación del confinamiento cambia las reglas de operación de la muerte. El funeral y sus derivados se suspenden. Ya lo dijo Byung-Chul Han: los rituales forjan lazos comunitarios. El sepelio es un ritual en el que familiares o amigos que no se ven en años vuelven a saludarse. El COVID-19 complica las reuniones para darle su última despedida a quien(es) se amó tanto. La severidad de la epidemia en la India ha hecho comunitaria la cremación en piras; no hay distinción de quién fue el sujeto, ni quiénes son sus seres queridos. ¡No hay de otra o se expande más el virus!
La mortalidad a nivel mundial subió por la irrupción de la salvaje epidemia, que todavía sigue sin controlarse del todo en el 2021. El trauma colectivo también aparece en acontecimientos límite, diría el historiador estadounidense Dominik Lacapra. Un acontecimiento así sería la emergencia sanitaria, a la que el siglo XXI no quería dejar entrar, porque se consideraba avanzado.
La salud mental se ha deteriorado; los estragos del confinamiento tardarán en irse. A cientos de muertos se les debe un funeral particular, entonarles las canciones para despedirlos. Mientras se viva, hay que disfrutar la música, evitar caer en la cultura de la cancelación: clausurar la música clásica por ser hecha por hombres blancos occidentales. La vida es tan corta para tener exclusivamente gustos musicales por moda, por ser lo más visto o sonado de YouTube. Educar el gusto musical es de todos los días; así las experiencias estéticas pueden ser edificantes. Y solidaridad por los músicos, porque el COVID-19 desnudó la precariedad en la que se han encontrado.