Ortega y Gasset. De la antropología a la metafísica
Armando Savignano
Desde 1928 a 1935 Ortega1 emprende una “segunda navegación” (O, VI 354; VIII 304) caracterizada por el giro de la antropología a la metafísica.2 Tal giro se inicia en el célebre curso ¿Qué es filosofía? (1929), que constituye el manifiesto del raciovitalismo. Este curso representa empero una obra de transición, algo que podría en cierta manera atenuarse –o hasta eliminarse– si se lo considerase, como mostraremos, orgánicamente conectado con los otros escritos de la fase metafísica (de 1928 a 1935), a saber, con los cursos universitarios relativos al problema del conocimiento –donde se retoma y profundiza en la teoría de la ejecutividad–, con las lecciones de metafísica –en las que se afronta nada menos que la decisiva cuestión del ser–, además de los célebres análisis del hombre–masa –respecto a los cuales la filosofía es la actividad lujosa y superflua del hombre noble–, y finalmente con las reflexiones sobre la pedagogía social, en cuyo ámbito se afrontan los temas de la misión de la universidad, que supone una reforma de la inteligencia y una renovada relación entre cultura y vida. De este modo, gracias a la aportación decisiva de Dilthey, la vida humana, realidad radical, se configura como biografía e historia.
El célebre curso ¿Qué es filosofía? (1929), impartido en un teatro, como consecuencia de las protestas estudiantiles a las cuales no fue ajeno el mismo Ortega, representa una fase de la experiencia intelectual–circunstancial orteguiana que, basándose en las aportaciones determinantes de Scheler y Husserl, armonizadas con el pensamiento de Heidegger y Dilthey, opera, con Hartmann, el retorno a la metafísica. No hay que exagerar empero las deudas hacia Heidegger, cuyo papel decisivo es por otra parte reconocido por el mismo Ortega (O, VII 416), a pesar de las escrupulosas reivindicaciones de prioridad respecto a ciertas tesis fundamentales de Sein und Zeit. Más que provocar un brusco e insospechado nivel de profundización, la contribución de Heidegger debe verse, en cambio, a la luz de aquel lento perfeccionamiento de un proceso iniciado por Ortega en la escuela neokantiana de Marburgo, proseguido en el diálogo con la fenomenología. Heidegger contribuyó sin duda a ordenar y a conferir profundidad al pensamiento orteguiano, cuyos contenidos dependen, sin embargo, en mayor medida de Dilthey, a quien el filósofo español se había acercado de forma sistemática gracias a los estímulos del propio Heidegger. Éste representó sin duda un desafío para Ortega, cuya obra habría resultado efímera y anecdótica si no hubiese reorganizado su pensamiento a un nivel metafísico, salvándolo de las ambigüedades psicológicas y antropológicas de los años anteriores. Sin embargo, estas ambigüedades permanecen en la medida en que están presentes en las aportaciones de Scheler, de quien procede el plan general del curso y la idea de anteponer la sociología del conocimiento a la metafísica. La antropología de matriz scheleriana pierde cada vez más su consistencia y profundidad cuando Ortega realiza precisamente el paso a la realidad radical de la vida gracias a las sugerencias determinantes de Heidegger y de Dilthey.
Subsiste una cierta dificultad para armonizar la primera parte del curso con la segunda, en la cual asumen trascendencia y profundidad las aportaciones heideggerianas frente a Scheler y a Hartmann, atravesada por la contribución de Husserl, especialmente respecto a la doctrina de la evidencia, la cual permite realizar el giro a la metafísica de la vida como realidad radical, en virtud de las sugerencias decisivas de Dilthey, en cuyo lenguaje Ortega prefiere exponer las categorías de la vida, de las que es deudora la obra Sein und Zeit. Enmarcada en el horizonte de los problemas y de las preocupaciones de los años treinta, la obra ¿Qué es filosofia? comienza por esclarecer las causas del retorno a la filosofía a la altura del primer cuarto del siglo XX para evidenciar las razones por las cuales el hombre no puede prescindir de la metafísica. A pesar de haber tomado el título del curso a partir de una pregunta planteada por Dilthey, sin embargo, Ortega se diferencia de él, ya que antepone un examen histórico–social tomado de la sociología del saber de Max Scheler, quien había preconizado una nueva época para la filosofía, consciente de que las extraordinarias conquistas científico–tecnológicas no podían prescindir de la metafísica. Con un procedimiento en espiral, que culmina en la existencia del filósofo que filosofa (O, VII 430), Ortega se interroga por la esencia de la filosofía de forma análoga a Heidegger, el cual se cuestionaba si la pregunta por el sentido del ser no presuponía ya la respuesta sin incurrir en círculo vicioso alguno. Para la intelligentzia europea se estaba abriendo una nueva era tras el apogeo del positivismo, el progresivo abandono de ciertas concepciones irracionalistas de la historia y de la actitud escéptica, partidaria de la relatividad de la verdad, frente a los cuales resultaba apremiante, con Hartmann, reivindicar su intemporalidad (O, VII 282). Se debe también a la dinámica generacional haber contribuido a producir semejante cambio histórico–epocal, que ha contribuido a la superación de aquel curioso fenómeno de reducción y sometimiento de la filosofía al método de las así llamadas ciencias exactas, por lo que «el filósofo se avergonzó de serlo, es decir, se avergonzó de no ser físico» (O, VII 298). No hay que menospreciar los factores de orden sociológico, con especial atención al predominio de la burguesía y al consecuente ethos orientado a la actividad práctico–técnica conectada con una actitud manipuladora de la naturaleza (O, VII, 295–296).
Pero aquel «terrorismo de los laboratorios» –que aún así había producido revolucionarias conquistas científico tecnológicas, a pesar de haber contribuido a la “pérdida del hilo” del filosofar entre 1860 y 1920– cedió paso, a la altura de los años treinta, a una visión más equilibrada sobre el significado de las ciencias en sí mismas y en relación con la filosofía, para la cual Ortega reclama con fuerza la supremacía, la ejemplaridad y la autenticidad (O, VII 294), asumiendo precisamente los análisis schelerianos sobre la sociología del saber. El retorno a la filosofía en 1929 sucede por los motivos de siempre. Gracias a ellos, es posible definir la filosofía, de la cual Ortega subraya el aspecto dramático y problemático, como conocimiento del universo (O, VII 308). A diferencia de la ciencia, de hecho, la filosofía parte «de un problema absoluto» (O, VII 308) y persigue la búsqueda del fundamento. Como conocimiento integral del universo, es heterogénea a la ciencia; no es una síntesis de todos los conocimientos (Dilthey), ni una ciencia rigurosa (Husserl). La filosofía no es solo «el problema de lo absoluto, sino que es absolutamente problema» (O, VII 321), a menudo dramático, ya que no se está siempre seguro de resolverlo, a diferencia de lo que les sucede a las ciencias.
Más allá del saber científico, en el hombre subsiste, pues, una sed imperecedera de conocimiento, que solo la filosofía puede satisfacer plenamente. En este contexto, Ortega elabora dos teorías distintas sobre el origen del conocimiento: una la retoma en el ensayo El origen deportivo del Estado (1924) y profundiza en ella en la Lección III del curso; otra la sitúan los redactores en el Apéndice del mismo curso. En la primera se insiste en el apetito innato del hombre (Aristóteles), mientras que en la segunda se pone el acento en la sociedad humana que, ciertamente, no tiene nada de “natural”. La actitud teórica, que no carece de audacia, se caracteriza por una dimensión lúdico–deportiva, a la cual se dedican los hombres libres; por ello esta es una actividad superflua del hombre “noble”, que aun así juzga indispensable para vivir una vida cualitativamente humana.
Si la filosofía ofrece así escasas garantías para solucionar el problema absoluto, ¿por qué el hombre, a pesar de todo, emprende esta tarea tan lujosa? Ortega no tiene dudas: la filosofía, entendida como metafísica, es un imperativo para la vida humana. Ortega dramatiza la búsqueda del ser, que está ausente y distante. Es precisamente esta lejanía del ser la que lleva al filósofo a plantearse el problema absoluto (O, VII 334–335) desde donde enfrentarlo teóricamente y de una forma autónoma respecto a otras formas de saber y de experiencia. Se debe entonces hablar de la filosofía como una «ciencia sin presupuestos» y de la autonomía con que se procede como un «principio ascético» (O, VII 335–336), sin descuidar la ley de la universalidad o pantonomía, privilegiando empero el instrumento conceptual, aun sabiendo sus límites intrínsecos respecto de la vida.
Ni el realismo –ingenuo y crítico– ni el idealismo –aun en sus diversas tendencias históricas– constituyen aquel dato radical del universo dotado de evidencia apodíctica. Respecto a estas “dos grandes metáforas” de la historia de la filosofía, a las que el filósofo español ha dedicado un importante ensayo en 1924 (O, II 387–440), resulta ineludible que se produzca su superación (Aufhebung) (O, VII 370).
La refutación del idealismo pasa por tres etapas: 1) una crítica rigurosa al cogito con argumentaciones, por lo demás, consagradas y canónicas en la historia de la filosofía. 2) La exhibición del carácter derivado del cogito, respecto al cual Ortega reivindica la prioridad de la ejecutividad, es decir, de la “tesis natural”, según cuanto se repite con vigor en la conferencia sobre la razón histórica (1940), donde al concepto de sustancia se contrapone el de “instancia”. Descartes se equivoca al considerar que nuestra «relación primaria con las cosas esté en el pensarlas» (O, XII 179); por el contrario, el dato radical es «la coexistencia del yo con las cosas» (O, XII 180). La realidad radical es, en conclusión, mi vida, de modo que es ineludible invertir la célebre afirmación cartesiana para constatar que «pienso porque existo» (O, XII 191). 3) En las lecciones de metafísica, Ortega sigue, por así decirlo, la vía inversa respecto al curso de 1929, ya que parte precisamente de la realidad radical de la vida circunstancial para mostrar la insuficiencia de la actitud idealista, que refuta dialécticamente, volviéndola contra sí misma y mostrando su carácter meramente hipotético. Este hecho está cargado de consecuencias, puesto que lo que está en discusión, nada más y nada menos, es la índole de la experiencia originaria, respecto a la cual es posible exhibir una prueba indirecta dirigida a mostrar la inconsistencia de su negación. El idealismo es contradictorio –y no solo a propósito del argumento de la alucinación (O, XII 117)– sino precisamente porque implica un convencimiento opuesto al que él mismo profesa, en la medida en que está obligado a admitir de modo originario la ejecutividad antes de cualquier objetivación, por lo que está paradójicamente obligado a afirmar que «el pensamiento que pienso no existe, puesto que mientras lo pienso no existe para mí» (O, XII 117–118). A pesar de ello, Ortega no cae en el equívoco, contra el que protesta en vano el idealismo, por confundir el acto con el producto del pensamiento, ya que distingue con atención entre ejecutividad y objetividad, profundamente convencido de su irreductibilidad. Lo inmediato, que no admite mediaciones reflexivas, se nos presenta en el ejercicio ineluctable del vivir. Lo inmediato es, por decirlo técnicamente, la cosa vivida y no la experiencia vivida vitalmente (vivencia).
Para superar las “dos grandes metáforas” de la filosofía hay que ir más allá del horizonte gnoseológico de Hartmann para abrirse al ámbito ontológico (Heidegger), a partir del cual puede fundarse la realidad radical de la vida humana. El error del realismo consistía en no considerar las cosas que existen tal como son, en su “rigurosa pureza”, sino afirmando que lo que existe son las cosas en sí y por sí (O, VII 388), por tanto, independientes de mí. La verdad es, en cambio, la pura coexistencia de un yo con las cosas, de las cosas ante el yo (O, XII 149). En oposición a las teorías sustancialistas y estáticas tanto del realismo como del idealismo, es urgente afirmar que «el nuevo hecho o realidad radical es “nuestra vida”, la de cada uno» (O, VII 423), repite Ortega, siguiendo a Dilthey, para quien la vida es el hecho fundamental que debe constituir el punto de partida de la filosofía. Pero el filósofo español –que también había desarrollado esta problemática en los escritos anteriores– no habría podido conseguir profundidad, organicidad y sistematicidad sin la aportación determinante de Heidegger, aunque evite sus conceptos, prefiriendo el lenguaje de Dilthey.
Para poder describir esta realidad tan concreta e individual constituida por mi vida, es urgente superar toda actitud biológca, psicológica y antropológica, sin descuidar una reforma de la filosofía, desde donde exhibir nuevas categorías. Estas categorías, siguiendo a Heidegger, se conciben como visiones posibles y actuales del ser, es decir, de la vida de cada uno, tal como había subrayado también Dilthey. La primera categoría de la vida es la transparencia ante sí misma. La vida es, además, proyecto, preocupación (Sorge), decisión, acontecimiento e historia.
Ortega, que había partido de la concepción de la filosofía como conocimiento del universo, concluye el curso sosteniendo que la filosofía representa, en último término, la vida misma. Estamos ante un círculo, que es difícil romper si nos limitamos sólo al susodicho curso de 1929, donde Ortega parece situarse en el punto de convergencia de dos direcciones finalmente divergentes: la de Hartmann, que propugnaba más allá de la gnoseología, un “retorno a la metafísica”, y la de Heidegger, que esperaba en cambio precisamente en la destrucción de la misma bajo el telón de fondo de la Lebenswelt husserliana. Ortega es consciente de la dificultad y, en Unas lecciones de metafísica (1932–1933), trata de armonizar estas dos instancias, aunque trató de convertir la analítica de la vida en una nueva tesis metafísica. De ahí la interpretación heideggeriana en sentido metafísico y el intento por instituir un nexo entre la analítica existencial y la “filosofía primera” asimilando la una a la otra en la vana convicción de que tal habría sido el proyecto del filósofo alemán.
Resulta pues esencial, con el fin de tratar de romper este círculo, considerar en su complejidad y de forma orgánica la producción orteguiana de la etapa metafísica. De hecho, en los breves pero densos cursos universitarios desarrollados de 1929 a 1931 sobre ¿Qué es conocimiento? destaca una asimilación más madura y consciente del pensamiento heideggeriano y diltheyano, mientras que asume un relieve distinto la figura de Hartmann, respecto al cual Ortega juzga ya imprescindible fundar la relación entre conocer y ser a partir de la diferencia radical entre los conceptos de “ser” y de “ente”. Refiriéndose a la teoría de la ejecutividad, Ortega sostiene que la vida es posición absoluta, no para la filosofía, sino para sí misma. La ejecutividad se contrapone a la objetividad, porque el objeto de un acto consciente es precisamente aquello que no es acto, sino donde el acto termina. En contraposición tanto al idealismo como a la fenomenología, Ortega confirma que sólo en mi vida tiene sentido hablar de ejecutividad, porque vivir es inmediatamente y por sí existir. Sólo en mi vida el para sí es un para mí, si bien esto no excluye la objetivización, cuando reflexiono conscientemente sobre el ser para sí. Al esse est percipi de Berkeley, Ortega contrapone pues la vida como ser ejecutivo que, en cuanto energeia, no es asimilable a la autoconciencia, ni se manifiesta primariamente como objeto del intelecto, sino que está en sí misma como posición absoluta y antecede, por tanto, a la proposición. La posición absoluta surge como secularización de un concepto ontoteológico, es decir, del absoluto como vida que sustituye al absoluto que es Dios. Mi vida es el lugar de mi coexistencia con las cosas, es decir, del yo –que, a diferencia del idealismo, en el «raciovitalismo no tiene ningún privilegio teórico»–, en mutua relación con las cosas (circunstancia).
Retrato de José Ortega y Gasset, Ignacio Zuloaga
Notas:
1Obras Completas, Madrid 1932–1983, 12 vols. Las Obras Completas se citarán en el texto así: vol. I y II (19632), vol. III y IV (19665), vol. V y VI (19646), vol. VII (19642), vol. VIII y IX (19652), vol. X y XI (19652), vol. XII (1983).
2Sobre Ortega,vease A.Savignano, Historia de la filosofia española del siglo XX,Editorial Sinderesis,Madrid 2018,pp.121-164. ID., Miradas al pensamiento español.La edad de plata,Editorial Sinderesis,Madrid 2020,pp.49-73.
Armando Savignano es catedrático de Filosofía Moral y Bioética en la Universidad de Trieste .Ha sido Director del Departamento de Formación y Educación de la Universidad de Trieste. Es co-director de la revista de hispanismo filosófico: Rocinante. Es consejero científico de la revista Antígona. Es Comissão Externa Permanente de Aconselhamento Científico do CEFi - Centro de Estudos de Filosofia Universidade Católica Portuguesa a Lisboa
Es director de la collección de Ética práctica , ed. Guida, Naples; y de Hispanismo Filosófico, ed. Saletta dell’Uva, Caserta,y de Pensamiento español e iberoamericano, Sinderesis.