Eros, demonio embaucador: Schopenhauer, las mujeres y el amor



Valeria Herrera

El amor no es sino una estratagema de la que la naturaleza se sirve

para lograr sus objetivos, la continuidad de la vida y la propagación de la especie.

Arthur Schopenhauer

Como cantara el poeta Óscar Hahn, yo también «tuve una vez un gran amor/que derribó mi casa/ agrietó mis puentes/y me hizo perder el equilibrio».1 Lo conocí en la universidad, un día nublado, mientras presentábamos un examen sobre ética. Como un terremoto que nadie pudo prever, como un rayo caído desde quién sabe qué esquina del cielo, el amor me golpeó. Hasta entonces, había sido una persona sensata, tranquila, calculadora. Llevaba siempre conmigo un ejemplar gastado de La crítica de la razón práctica de Kant y, como buena seguidora de esta filosofía, buscaba en cada uno de mis actos una máxima que pudiera convertirse en un precepto universal. Era una buena estudiante, siempre atenta y colaborativa; también era una buena hija, llegaba a tiempo a casa, asistía con buena cara a las reuniones familiares, ayudaba con los deberes cotidianos. Era buena amiga, escuchaba y apoyaba a mis compañeros cuando lo requerían, y los recriminaba cuando era necesario. Era, en suma, una persona armoniosa, equilibrada. El retrato perfecto de alguien que se comporta a la altura de lo que es: un animal racional. No obstante, todo esto se vino abajo cuando conocí al amor, ese demonio salido de las entrañas más profundas del infierno… Habría que tener presente aquella advertencia de Lafontaine: «¡El amor! ¡Temible y extraño dueño! ¡Dichoso quien ni de oídas, ni por propia experiencia le conoció!».2 De nada me sirvió mi condición de ser racional; mi razón, con toda su lógica y sus principios, no pudo impedir que terminara convirtiéndome en puro animal: ya sin el adjetivo de racional. Un animal sin razón, un animal herido, sufriente.

Por ello, no resulta extraño que el amor haya sido excluido de las reflexiones de los filósofos: acaso aparece ocasionalmente en algún tratado, ocupando dos o tres cuartillas, para luego volver a perderse lejos de la mirada escrutadora del hombre pensante. Sucede que cuando el amor nos atraviesa no hay lugar para la reflexión. Tendríamos que parafrasear un poco al buen Kant y afirmar que es necesario renunciar a la razón para ceder paso al amor.3 Esto, claro, pone incómodos a los filósofos, quienes se jactan de ser los más racionales del reino de los animales racionales. Entonces han creído conveniente dejar el asunto en manos de los poetas o de los locos, que son, a fin de cuentas, las mismas personas. Tal como señala de Botton en el capítulo quinto de sus Consolaciones de la filosofía:

Tradicionalmente, los filósofos no se han dejado impresionar. Las tribulaciones amorosas se les antojaban demasiado pueriles como para justificar cualquier investigación, con lo que el asunto se dejaba más bien en manos de poetas e histéricos. No es a los filósofos a quienes corresponde especular sobre cartas perfumadas y amantes cogidos de la mano. A Schopenhauer, semejante indiferencia le causaba perplejidad: Deberíamos asombrarnos de que un sentimiento que juega un papel tan constante y de tanta importancia en la vida humana haya parecido hasta ahora indigno de ser estudiado desde el punto de vista filosófico.4

Este desinterés se explica, como he señalado, en virtud de aquella idealización del ser racional que la filosofía occidental se ha encargado de enaltecer. El amor es una faceta de la vida que atenta deliberadamente contra el autorretrato racional del ser humano. No obstante, Schopenhauer no retrocede ni tiembla ante estas cuestiones; de hecho, él estaba interesado fundamentalmente en lo irracional que hay en nosotros y, por ello, no pasaba por alto la autoridad del amor:

Le vemos ejercer [al amor] malsana influencia en los más graves negocios, interrumpir las ocupaciones más serias, desordenar momentáneamente las cabezas más seguras y turbar sin escrúpulo las deliberaciones del hombre de Estado o las meditaciones del sabio, consiguiendo introducir sus cartitas melosas y sus mechoncitos de pelo hasta en la cartera de un ministro o entre las hojas de un manuscrito filosófico. (…) Arrebata a sus víctimas la vida o la salud, la riqueza, la categoría y la dicha, haciendo del hombre honrado un miserable, y un traidor del que siempre fue leal.5

Este poderío que es capaz de ejercer el amor en los asuntos humanos se debe a la extensión del inmenso y tiránico poder de una fuerza universal que habita en el corazón de todas las cosas y los seres, empujándolos hacia la existencia. Schopenhauer bautizó este impulso vital con el nombre de voluntad de vivir. La voluntad es un afán ciego, un deseo irracional de perseverar en la vida. Es una fuerza que opera en la naturaleza entera, desde los entes más simples, como las rocas y los vegetales, hasta los más complejos: los seres humanos dotados de razón. La voluntad hace patente su presencia cuando se despliegan todos los esfuerzos posibles para salvar una vida que está en peligro de muerte y en el aplauso que sigue a la hazaña de rescate, en la experiencia del arrebatado temor frente a la propia muerte o en la pena que inunda el corazón cuando contemplamos la muerte de otros. Cada día, a cada instante afirmamos —sin saberlo, sin quererlo realmente— la voluntad de vivir: cuando nos levantamos por la mañana, al tomar los alimentos, en el descanso nocturno, en la satisfacción del deseo sexual y el cuidado de la propia persona. Pero esa afirmación de la vida es inconsciente, irreflexiva: no surge de un profundo convencimiento del valor de la existencia. De hecho, si se pensara seriamente sobre este asunto, nos previene Schopenhauer, se llegaría a la conclusión de que resulta más deseable la muerte. La existencia, considerada desde esta filosofía pesimista, es un perpetuo sufrir sin sentido, con fugaces instantes de satisfacción que reportan un placer que, sin embargo, no alcanza a compensar los tormentos y los dolores padecidos.

La voluntad de vivir, pues, constituye la esencia del mundo y de los seres. Schopenhauer no se ha conformado con señalar ejemplos individuales del destronamiento de la razón, sino que ha ido mucho más lejos al afirmar que la esencia de los seres humanos y la esencia del mundo entero es una fuerza irracional. El ser humano no es fundamentalmente un animal racional; más bien, es un animal deseante. La razón es algo meramente accesorio, un instrumento del que la voluntad echa mano para satisfacer todos sus caprichos: la voluntad quiere, y la razón —como un reo que cumple obediente su condena— le muestra los caminos más adecuados para llegar hasta el objeto de su deseo. Esclavizada, encadenada, la razón se rinde ante este impulso universal de vida. Es la voluntad de vivir la que arrastra incluso a los suicidas vocacionales a luchar por su supervivencia, la que hace que el moribundo se aferre desquiciadamente al último soplo de vida. Y es esta misma voluntad de vivir la que provoca que las estudiantes de filosofía más kantianas y cerebrales pierdan el juicio por muchachos de cabellos rizados. Ahora que me examino a mí misma a la luz de estas ideas, comprendo por qué me sentí tan identificada con el personaje principal de la novela Lodo de Guillermo Fadanelli: el catedrático de filosofía Benito Torrentera, quien, de la noche a la mañana, pasó de profesor de filosofía moral a asesino sin vocación para el arrepentimiento… ¡Y todo por una mujer veinte años más joven que él! Que no nos sorprenda: estos casos ficticios pueden ocurrir —y seguramente ocurren— en nuestra pequeña realidad. Porque si bien nos engañamos dando nombre y orden a todas las cosas del mundo, la voluntad no se deja amedrentar: ella sigue acechando desde su rincón, operando en las sombras, moviendo nuestros cuerpos como piececillas en un tablero de ajedrez.

La voluntad nos quiere vivos a toda costa. Su primer gran mandato universal dicta: “amarás la vida por sobre todas las cosas”. Y es en virtud de este mandato que nos levantamos de la cama cada día y salimos a trabajar para asegurarnos el alimento, la vivienda y el vestido. La voluntad es la causa de que el mundo sea y de que la vida siga perpetuándose, aun en las condiciones más contradictorias. Y no sólo eso: la voluntad también es responsable de todos los dolores del mundo. Si la esencia de la vida es el deseo, este deseo insaciable de existencia, dice Schopenhauer, y si el deseo es carencia, entonces, como toda carencia engendra dolor, la vida es esencialmente sufrimiento, una pena prolongada que sólo terminará cuando el planeta se haga trizas. Vivir es sufrir, resume.

Así, ante un panorama tan desolador… ¿quién querría enamorarse y escribir poemas y cartas perfumadas? Esto, señala Schopenhauer, también puede explicarse en virtud de la tediosa y onmipresente voluntad de vivir. Como apunté antes, la voluntad nos obliga a querer la vida y a perseverar en ella a como dé lugar; pero querer la vida implica no sólo desearla y preservarla a nivel individual, sino garantizar que ésta continúe incluso después de nuestra muerte. En otras palabras, la voluntad no se conforma con que prolonguemos durante el mayor tiempo posible nuestras tristes existencias: quiere también que aseguremos la existencia de las generaciones futuras. Para ello, nos ha tendido una trampa, tan sutil, tan encantadora que terminamos cayendo en ella sin darnos cuenta: prueba de esto es que estamos aquí. Lo que quiere decir que nuestros padres fueron presas fáciles de la siempre hambrienta voluntad de vivir. Pero no hemos de culparlos, como lo hiciera Emil Cioran en aquel libro acusador Del inconveniente de haber nacido.6 No han sido nuestros padres del todo responsables de nuestro nacimiento; en realidad, ellos han sido las víctimas de ese monstruo sediento de existencia.

Amamos la vida porque así lo ha ordenado la naturaleza, y el amor erótico que podemos llegar a sentir por otros no es más que una extensión de ese inmenso deseo que nos fuerza a mantenernos en la existencia. Nos enamoramos, gozamos, sufrimos, padecemos, reímos, soñamos y lloramos por la misma razón por la que nos levantamos cada día y libramos un sinfín de batallas para mantenernos de pie en medio de la vida: porque una fuerza extraña, que rara vez se hace consciente, nos impele a latigazos para que continuemos dando cuerda al mundo, a la existencia.

¿Qué es, pues, el amor? Un demonio que se sirve de las más finas artimañas para engañarnos y obligarnos a perpetuar la vida de la especie, el impulso vital de reproducción hecho suspiros y cartas, serenatas, chocolates y largas conversaciones nocturnas. Es la mismísima y astuta voluntad de vivir jugando con nosotros, tristes títeres. Detrás de todo ese espectáculo de atracción, miradas, citas, besos, caricias, afectos desbordantes, cartas, canciones y poesías melosas… están las garras terribles de la voluntad de vivir. El demonio embaucador ríe satisfecho cada vez que se consuma el amor, cada vez que se cierra la puerta de la alcoba y los amantes se buscan ansiosos: se ha cumplido su mandato eterno. Eso y nada más es el amor. Lo que leemos en las grandes obras literarias, lo que escuchamos cantar a los poetas son sólo ilusiones, máscaras que encubren el rostro malicioso del demonio de la voluntad de vivir.

Quizá rara vez tenemos en mente la perpetuación de la especie cuando conocemos a alguien cuya sonrisa nos hechiza hasta el punto de hacernos olvidar la máxima moral kantiana. Pero esto se debe a que nuestro ser está escindido en dos, señala Schopenhauer: son dos las fuerzas que en nuestro interior se agitan en constante contradicción. Un yo consciente y un yo inconsciente, este último regido por la voluntad de vivir, que ejerce su supremacía sobre el yo consciente, sometiéndolo y ocultándole sus designios más profundos. Esto explica la posibilidad de que conscientemente no sintamos más que un deseo lacerante de volver a ver la sonrisa y los ojos de nuestros ensueños, mientras nos vemos impulsados por una fuerza inconsciente orientada a la reproducción de la vida. ¿Y por qué todo este engaño, este magnífico teatro? Porque «nuestro consentimiento a la reproducción no estaría garantizado a menos que antes hubiésemos perdido el juicio»,7 observa de Botton. Ciertamente, habría que estar loco o ser un poco lerdo para desear la reproducción infinita del ciclo de sufrimiento y muerte al que nos condena la vida. Con todo, ni siquiera el más grande exponente del pesimismo pudo resistirse a las tentaciones del amor. Desde luego, esto es una buena noticia para los ex kantianos como yo: nos quita un gran peso de encima saber que incluso el filósofo más diestro se ha enamorado.

En 1821, Schopenhauer cayó rendido a los pies de Caroline Medon, una cantante de diecinueve años. La relación se prolongó durante diez años, pero la unión no llegó a concretarse jamás. Luego, a los cuarenta y tres años, viviendo en Berlín, Schopenhauer volvió a pensar en el matrimonio y lanzó sus dardos de amor sobre Flora Weiss, una muchacha hermosa de diecisiete años. Pero el demonio de la voluntad de vivir no fue muy amable con el señor Schopenhauer, pues las mujeres con quienes él creía posible la realización del amor se sintieron atraídas por otros hombres, tal vez menos viejos y amargados, tal vez más gallardos o más simpáticos. Seguramente fue el rechazo por parte de las mujeres lo que le llevó a decir que «preciso ha sido que el entendimiento del hombre se oscureciese por el amor para llamar bello a ese sexo de corta estatura, estrechos hombros, anchas caderas y piernas cortas»,8 y otras cosas absurdas por el estilo. Está claro que si uno se pusiera a arremeter contra el sexo opuesto cada vez que un hermoso ejemplar nos parte el corazón, el mundo editorial estaría plagado de manuscritos del tipo El amor, las mujeres y la muerte.

No obstante, de la misma filosofía de Schopenhauer se desprende una consolación para el rechazo o el desamor. Es curioso que una filosofía que golpea tan duro como un hachazo en la cabeza resulte ser consoladora en varios aspectos. Ojalá que el filósofo haya podido aliviar su tormento amoroso a través de las líneas que él mismo escribió. Al final, no es culpa nuestra si no somos correspondidos en el amor; se equivoca Benedetti cuando dice que «la culpa es de uno cuando no enamora». Es culpa de la voluntad de vivir, pues ella coloca nuestra mirada en ciertas personas que, por sus cualidades, podrían complementar las nuestras para procrear hijos sanos y bellos; no obstante, es posible que, luego de una valoración más detenida, el mismo genio embaucador que nos ha enganchado a una persona, decida que de nuestra unión no resultaría una estirpe muy óptima que digamos. No hay nada malo en nosotros que nos impida ser amados: ni nuestro aspecto es horrible, ni nuestro carácter detestable. Sencillamente, fracasamos en algún proyecto amoroso porque la unión entre esa persona y nosotros no garantizaría hijos sanos y vigorosos que pudieran, a su vez, garantizar el futuro de la especie. En suma, el rechazo no debería acongojarnos eternamente, como señala de Botton:

Deberíamos sentir hacia el edicto de la naturaleza contra la procreación, contenido en cualquier rechazo, un respeto análogo al que nos inspira un relámpago o un torrente de lava: un suceso terrible, pero más poderoso que nosotros. Deberíamos consolarnos al pensar que la ausencia de amor entre dos jóvenes de sexo diferente [conllevaría] que el hijo que podrían engendrar carecería de armonía en sus cualidades físicas e intelectuales, esto es, que no correspondería su ser y su conformación a las miras de la voluntad de vivir de la especie.9






Les Marriés de la Tour Eiffel

Marc Chagall

Fuente: https://www.centrepompidou.fr/es/ressources/oeuvre/ckXbAp

Notas:

1 El poema de donde provienen estos versos se titula Movimiento sísmico.

2 Esta frase es el epígrafe con que el escritor mexicano René Avilés Fabila abre su libro Todo el amor, una colección de relatos cuyo protagonista es, desde luego, el amor, ese temible y extraño dueño.

3 En su Crítica de la razón pura, Kant escribe: «Tuve, pues, que suprimir el saber para dejar sitio a la fe».

4 Alain de Botton, Las consolaciones de la filosofía. (Madrid: Taurus, 2001), 201.

5 Citado en Alain de Botton, Las consolaciones de la filosofía. (Madrid: Taurus, 2001), 201.

6 Cioran incluso afirma que es un crimen traer al mundo a otros seres vivos: «Haber cometido todos los crímenes: salvo el de ser padre».

7 Alain de Botton, Las consolaciones de la filosofía. (Madrid: Taurus, 2001), 204.

8 Citado en Alain de Botton, Las consolaciones de la filosofía. (Madrid: Taurus, 2001), 191.

9 Alain de Botton, Las consolaciones de la filosofía. (Madrid: Taurus, 2001), 212.


Bibliografía:

Bruno Latour, Nous n'avons jamais été modernes. Essai d'anthropologie symétrique, (Paris: La Découverte, 1991), 101.

BERGER, G. Phénoménologie du Temps et Prospective. Paris: PUF, 1964. p. 133.

HARTSHORNE, R. Propósitos e natureza da Geografia. Sao Paulo: Hucitec-Edusp, 1978, p. 88.