Pandemia: el tiempo de la Gran Marmota de Harold Ramis


Dalia Vázquez

Amparados en el tiempo y en su repetición, pasamos sobre él, lo pisamos, nos reímos de su condición cuantificable. No existen las reglas temporales que limiten nuestros actos. Pero estamos pagando un precio exacerbado por el atrevimiento de la burla: revivir una y otra vez nuestra experiencia narrativa cuan La Gran Marmota de Harold Ramis.

Y por paradójico que se lea, conforme el tiempo penetra nuestros huesos, se va tornando más llevadero. Nos hemos acostumbrado a vivirlo en el encierro. A sentirlo. Jugamos con él. Nos corresponde. Cada vez es menos mortal.

Descubrimos que percibíamos sólo una arista de él: el tiempo como un hecho histórico. Pero desconocíamos completamente su noción de relatividad, pues la repetición no conoce de historia. En la modernidad, nuestra visión mecanicista nos llevó a fundir el movimiento con el tiempo hasta disolverlos… Nos aferrábamos a delimitarlo en una geografía, a cortarlo, a trazarlo en cachos. Construímos las suficientes máquinas para dominarlo. Cuadradas y redondas, diminutas y enormes como edificios. Fríos pedazos de metales que hemos denominado como relojes.

Y por si fuera poco, lo habíamos sumido en nuestra indiferencia. Éramos nosotros quienes vivíamos en él sin darle los debidos créditos, y su importancia en nuestras vidas. Leíamos a Hegel y a Nietzsche y nos habían convencido del privilegio del Ser sobre el devenir y de la Eternidad sobre el tiempo ¡Qué equivocados estábamos!

Invisibilizado a nuestra conveniencia, el tiempo ahora reclama su espacio. Toma su revancha con una embestida aséptica que nos sofoca. Sufrimos su acción, nos obliga a mirarlo. Lo habíamos dominado. Ahora nos domina. Lo pisábamos. Nos pisa. Muestra su verdadera cara: es la condición narrativa de nuestra experiencia.

Desde que nos obligamos a encerrarnos por La Gran Pandemia, el tiempo nos obliga a conocer cada milisegundo que lo compone. Se luce ante nosotros. Nos modela. Nos enseña sus partes más íntimas. Hablar con los otros se ha convertido en hablar de nosotros mismos hasta el cansancio, de todo lo que hemos conocido durante la compañía con nuestro tiempo. Y aun así, sospechamos que hablar sobre nosotros mismos es la zona más frecuentada: no es un género que interese por antonomasia más que a nuestros pretendientes. Pero no hay otro tema del cual hablar más que de lo subjetivamente experimentado en el encierro con el tiempo.

La primera lección que aprendimos al convivir con él fue la escisión espacio-temporal. Nos dimos cuenta de que, a pesar de nuestra ubicación geométrica de cuatro por cuatro, el tiempo es aún más infinito. Debimos burlarnos desde un inicio de la unidad absurda que hacían los filósofos como Heidegger entre el espacio y el tiempo: la relación, si la hay, ya sabemos que no es simétrica.

La segunda lección fue su cualidad omnipresente. Y es que la dimensión del tiempo puede ignorarse, pero siempre está involucrada. Siempre nos acompaña. Nos transcurre sobre la piel: si tenemos mala suerte, nos envejece más rápido. Y aun así, Marx se equivocaba cuando decía que el tiempo era la historia de los hombres, pues su presencia con nosotros es sólo provisoria: está con nosotros hasta en la muerte, y después sigue su camino. Latour con su palabra advertía que "el tiempo no es un cuadro general sino el resultado provisorio del vínculo de los seres".1

Y a pesar de las advertencias, fue en el encierro cuando descubrimos que solo el tiempo es la condición necesaria para nuestra conciencia, que nace nula y se nutre de él. El encierro, el gran aliado, nos obligó a realizar un ejercicio de introspección. A repetir el mismo día una y otra vez hasta sopesar nuestras contradicciones y pensar en los balances: suficiente tiempo para reconstruir el pasado; a ver los aciertos, los errores, las emociones primigenias y a pedirle perdón por no darle la suficiente importancia por su momento provisorio.

Tal vez, la lección más profunda que nos ha dado la compañía con el tiempo es el reclamo de su libertad. El tiempo encasillado en los relojes nos reclama su independencia. Nos enseñó que no está entre sus virtudes la lógica y la estática. Que es irreverente y busca salir. Le molesta el encierro del reloj y más aún, su lenguaje matemático.

Berger ya nos advertía que la naturaleza del tiempo no tiene dimensión, nada lo limita y nada lo circunscribe.2 Ver al tiempo como la variable subordinada al reloj, ha hecho que se considere como un simple dato, visible solo para el momento elegido a conveniencia. Y aun así, la bondad del tiempo hizo que nos regalara el presente, “una fracción del tiempo, suficientemente larga”,3 ideal para encajonar a la decencia y a nuestros actos nocivos. Por supuesto, no sin antes exigirnos que lo conozcamos día tras día durante la Pandemia: el tiempo de La Gran Marmota de Harold Ramis.



Ilustración: Heriberto González "Coctecon"

Referencias:

1 Bruno Latour, Nous n'avons jamais été modernes. Essai d'anthropologie symétrique, (Paris: La Découverte, 1991), 101.

2 BERGER, G. Phénoménologie du Temps et Prospective. Paris: PUF, 1964. p. 133.

3 HARTSHORNE, R. Propósitos e natureza da Geografia. Sao Paulo: Hucitec-Edusp, 1978, p. 88.