Oh, universidad: la dicotomía de nuestros comienzos


Emilio Federico Vargas

El comienzo

Lo más razonable, y para evitar hablar desde la farsa, sería establecer qué es el comienzo. Para cualquier contexto, la idea de iniciar surge con la intención de moverse, del cambio o el tránsito. El inicio, fin de una etapa es un ejemplo claro de la necesidad de ir hacia un nuevo lugar, y por sí mismo, cubrir la necesidad de comenzar.

El ideal del comienzo

Iniciar es sinónimo de un momento noble y afortunado. Vemos un panorama muy cinematográfico en donde la diferencia del año viejo y el año nuevo harían que una persona baje 30 kilos de un sentón, o sea dimensionalmente rico o inhumanamente inteligente. Y no es una mentira, el comienzo, la alegoría del destino materializada en un momento oportuno, contiene y motiva hacia una mejor versión de uno mismo, ignorando en muchos casos el papel de lo incierto en los comienzos.

Los círculos del incierto comienzo

Veo en mi necesidad de cambio la oportunidad de dialogar sobre el tema, me explico: como punto de partida, llegada cierta edad se está en el momento de estudiar el grado superior al igual que muchas otras generaciones lo hicieron (y otras que lo harán), pero es la carrera que estudiar la que últimamente pone a mis contemporáneos y ya mí en problemas, o en realidad nos enfrentamos a una serie de desafíos, todos ellos terreno del acto de comenzar. Lograrlo es complicado, incluso este escrito lo fue para su autor; del mismo modo ocurre con el caso de elegir carrera en la que para deliberar hubiera que cruzarse con etapas en la pre-deliberación.

La primera etapa es pensar qué carrera estudiar. Es aparentemente simple por la vastedad en las opciones tanto de recintos como de planes, ciencias, artes, matemáticas, y en teoría todos tenemos ya la respuesta tan pronto se nos plantea la pregunta sobre qué queremos estudiar. La cuestión es el dilema entre lo que el corazón pide y lo que la estrategia ordena, misma que en ocasiones puede aparecer cuando la familia le dice al hijo que se resigne al arte porque hay una tradición en la medicina que debe continuar, o aquellos que miden como el mejor parámetro el término de ingresos a pesar de que la intuición sabe con claridad que esa no es la mejor decisión. En esencia, quien debería tener la última palabra sobre aquello que es meramente una decisión personal. Es más bien que la multitud de opciones disponibles adormece la capacidad de discernir y genera un ambiente de duda y desconfianza.

Nos enfrentamos al segundo círculo, sobre la presión y la velocidad. Adicionemos el primer punto con la prisa de un tiempo que nunca para y con el cual se determinará todo. Véase las convocatorias y los plazos que mezclados con la burocracia ejercen gran presión, misma que en lugar de posibilitar un comienzo temporalmente apropiado, fuerza a elegir rápido y a hacerlo bien. De pronto, el primer punto y la decisión final parecen cambiar por una nueva indecisión ocasionada por las prisas.

¿Qué opción es mejor? Entra en consideración la gama de dudas, de las cuales, con una nueva presión que soportar hay que continuar el proceso. Esta vez, es la duda introyectada la que ocasiona resonancia en el camino. La necesidad de elegir en cuestión de capacidades hace interiorizar preguntas sobre sí mismo, tales que es recurrente que de hecho nunca antes se hayan formulado. Nos vemos respecto al estudio con ojos nuevos, sobre si continuar o dejarlo, si se es apto o si se tiene vocación, de todos modos, perpetran la duda de la identidad.

Igual, recordemos que, en un principio, el comienzo es el desencadenante para el transcurso en un nuevo lugar. Para el ejemplo abordado, nuestras creencias y nuestra actitud hacia la universidad dicen mucho de el para qué estudiar. Y es que las opciones habituales se limitan a trabajar sin pensar en el futuro que involucra más allá de la vida profesional. Nos destinamos a pensar muy pronto en lo que seremos en el futuro incluso antes de saber las opciones. Se asume que la vida se hace tomando como eje la profesión y dejando fuera todo lo demás. Es incierto y angustiante para una persona con madurez, sin embargo, es aún mayor cuando se obliga tomar esta decisión cuanto más maleable y precoz se sea.

Sobre por qué iniciar es de valientes

Comenzar da miedo en el primer instante en que se atraviesa por los círculos de Dante del estudio. Tanto la fantasía de los comienzos como la incertidumbre de los mismos están encontrados y haciendo contrapeso cuando la oportunidad se presenta.

El dilema de elegir radica en el temor que genera la incertidumbre, misma que determinara cómo será el comienzo, bueno, en donde todo arranque como debería, o malo, cuando el inicio es tropezoso y en gran medida fallido.

Comenzar es de valientes por la disposición a enfrentar los obstáculos planteados, pero más aún, por descubrir que los comienzos no tienen que ser necesariamente momentos de positividad al punto de ser honesto para reconocer y aceptar que la realidad puede tender al desencanto, y si hay desencanto, el resultado se reduce a la amargura de un lugar al que en definitiva no se desea estar, solo es cuestión de decidir si aceptarlo o renunciar.

Tememos al desencanto y la desesperanza de cuando lo deseado puede no ser lo correcto, que tal vez no hay futuro y el tiempo invertido no sirvió.

El fatalismo es algo viejo

No es una queja egoísta de los centenials, esta es una preocupación genuina y que trasciende sobre generaciones, pues las generaciones pasadas se lo preguntaban y las venideras podrían experimentarlo. Familia y exalumnos han comentado (sin afán de agredir) que cuando fue su momento de elegir ellos no afrontaron el dilema de la confusión o la angustia pues la decisión estaba dada en gran medida por una intuición más libre o por el sentido de tradición inviolable que no permitía elegir otra opción o las circunstancias mismas de la vida que orillan a elegir una opción sobre otra.

Creo que la forma más circunstancial de responder al porqué de esta forma de pensar respecto a elegir carrera es poniendo a debate la frase “la sociedad hace a los locos que necesita” y de cuyo autor me es difícil recordar. Por un lado, están quienes la certeza de un plan de vida razonado en la niñez no es muy realista cuando se piensa en que para vivir hay que trabajar y que ello no garantiza tener un buen futuro como si fuera el reflejo del mundo rápido y que no deja descansar porque el futuro es incierto y espanta. Están los otros que, a pesar del miedo al futuro, es un miedo a que dentro de sí mismos no puedan encontrar la respuesta.

Tiempo atrás, Sartre hablaba de la nada intrínseca del hombre y sobre su necesidad de llenarla o mantenerla. La angustia se mantiene como el motor que mueve la idea de usar ese hueco con algo mejor, pero ¿qué es mejor sino la sensación de saber que cuando menos se ha intentado hacer algo?

En nuestros papás, maestros, la gente en general, con una mezcla del modo moderno de pensar se aborda la duda que deriva en el miedo, o como Sartre diría, a la angustia, por no saber que ocurrirá y si ello prometerá que nuestra nada sea rellena de mejor manera que la suya. La búsqueda del sentido irónicamente pone en riesgo eso que se quiere mantener a salvo: la felicidad

Intentarlo vale la pena

El fatalismo de ninguna forma motiva a resignarse al momento que simboliza el comienzo, pues como ya lo había mencionado, los comienzos son actos trascendentales y por ende su resultado puede cambiar el transcurso de la vida.

Es verdad que ante un dilema como este y todo lo que requiere pensarse pareciera que la respuesta a cómo, qué y por qué elegir es inexistente, pero lo cierto es que solo evaluando la situación con sensibilidad hacia nosotros es que seremos capaces de deliberar con absoluta confianza y libres de la angustia de comenzar.




Ilustración: Belén Yañez