Está mejor el libro: o el delirio de criterio

Arturo Molina

Estemos en una sala de cine hipotética, la película está por terminar: una pareja por allá suspira; otro par derrama lágrimas porque uno de los protagonistas muere cuando más enamorado estaba; un adolescente dice que el amor apesta; y otro, muy serio, conocedor y prístino, se yergue indignado porque “el libro es mejor que la película” y “les faltó añadir el conflicto interno sicológico de la protagonista; qué decepción”. Ese hombre hipotético, en la sala hipotética, con su suéter negro cuello de tortuga hipotético, sale vituperando en contra de esta historia echada a perder por la industria cinematográfica.

Cuántas veces nos encontramos con ese lugar común, no digamos la caricaturización del sujeto, sino con ese comentario omnipresente, de cuando alguien tuvo acceso a una novela que fue adaptada a la pantalla. Si la idea se lleva a la comparación entre algunas otras de las expresiones estéticas y artísticas, ¿se puede decir que la estructura arquitectónica en la costa de Martha´s Vineyard, en la cual se inspiró Herman Melville para su novela, es mejor que Moby Dick?, o bien ¿que a pesar de la arquitectura y elementos ornamentales de El museo de la inocencia en Turquía (casa adaptada como la novela homónima de Orhan Pamuk) es mejor leer el libro? “No, no leas Nuestra señora de París de Victor Hugo, no, está mejor visitar la Catedral”, podría decir Cuello de Tortuga.

Quiero decir, ¿en qué se basa la persona que esto afirma para decir que un producto es mejor que el otro?, ¿cuál es el punto de comparación: lo que se publicó primero, lo que esa persona consumió primero, o simplemente una manera de decir “yo sí leí, ustedes no”?


No es gratuito que la comparación se dé principalmente entre el séptimo arte y la literatura, tanto por sus coincidencias narrativas, como por el acceso del público a ellas. Nunca he escuchado a alguien decir, al salir de una función “es buena la película, pero deberías ver la ópera en que está basada”. Tampoco me he topado con otro Cuello de Tortuga que me diga “bah, qué mala adatación ésa de Óscar Chávez que hizo de Cien años de soledad, le faltó incluir otros detalles imprescindibles”. Así de absurdo es sentenciar: “está mejor el libro que la película.”

Si lo vemos desde otra perspectiva, quizá Cuello de tortuga no fue más allá en su comentario, que, por otra parte, se da en un tono de autoridad intelectual: yo sé más porque yo leí. Es una sentencia. Porque también existen opiniones honestas en la enunciación, sin ánimo de establecer una postura superior: no es lo mismo “está mejor el libro” a “me gustó más el libro”. Si bien sigue existiendo la comparación directa, sin tomar en cuenta la ejecución de cada producto, está dicho desde el título personal, sin imponer percepciones artísticas. Así que cabe aclarar que en estos párrafos me refiero a quienes comparten las enunciaciones de Cuello de Tortuga.

Vuelvo entonces. Tal vez Cuello de Tortuga no fue más allá en su comentario, puesto que pudo argumentar cuestiones técnicas del largometraje. Hay un meme que circula en redes; yo lo extraigo de Memes Literarios: La figura de un hombre, disolviéndose, dice encima de él como leyenda “La película no es como el libro”, mientras otra figura enfrente suyo, nítida, lo señala como si, con poderes síquicos, pudiese disolver a su interlocutor; éste dice “En las adaptaciones audiovisuales de obras literarias se manejan otros recursos y lenguajes diferentes al texto escrito”. Y es este el punto clave de las críticas. Pueden existir cuestiones técnicas a señalar en la pieza en sí, quizá la adaptación resulta confusa por sí misma, dentro de la historia (no si se desvía de lo que intentaba la novela); tal vez Cuello de Tortuga pudiese argumentar que la fotografía es infortunada, o el guion tiene tropiezos, pero esto sería dentro de la atmósfera de la película, sin medirla en el mismo crisol que la novela.


En un taller de guion cinematográfico, el desaparecido profesor Alfredo Barrientos apuntaba que, al adquirir los derechos de una pieza literaria, el creador audiovisual tiene la total libertad de modificar, deformar o modelar la historia que compró. Algo que Stanley Kubrick sabía muy bien. Él recibió furibundas críticas por parte de Stephen King y de Anthony Burgess, autores de El resplandor y La naranja mecánica, respectivamente. Ambos bajo el argumento de no haber respetado la trama y los puntos importantes de los mensajes que ellos habían intentado plasmar en sus libros. Quizá una charla con Alfredo Barrientos les hubiera dado luz a los autores.

(Abro paréntesis: Stephen King, en un arrebato, decidió adaptar, a su vez, El resplandor a una serie televisiva. El resultado raya en lo irrisorio. Cierro paréntesis:)

Estéticamente, esas dos adaptaciones son piezas maestras del cine, baste echar un vistazo a la crítica general. Las novelas, por su parte, tienen gran valía, en especial La naranja mecánica, cuya principal característica radica en la invención de una jerga, de un lenguaje entre personajes que se va mimetizando en la lectura: en algún punto, el lector está familiarizado con el caló. Si bien Stanley Kubrick respeta este detalle, no es algo que tenga peso en el largometraje, puesto que se interesa por otros asuntos más bien estéticos y de narrativa propia del cine, como el recurso de la banda sonora. ¿Qué diría Cuello de Tortuga sobre estas adaptaciones?

Hice algunas encuestas en Instagram, dos portadas: libro versus película. Las historias seleccionadas fueron: Club de la pelea, El principito, La naranja mecánica, Harry Potter y el prisionero de Azkaban, El resplandor, El perfume y la trilogía de El señor de los anillos. Los resultados no arrojaron ningún argumento al que me refiera en los párrafos anteriores, fueron meras enunciaciones de gustos personales, acaso un “ésta la pusiste difícil”, “mi corazón está dividido” o un “ni la mamá de Tolkien leyó los libros”. Con estadísticas apretadas, en su mayoría ganaron las producciones cinematográficas, con excepción de El perfume (54% a favor del libro) y el aplastante Principito (con casi el 100% de preferencia).

Nadie se metió con tecnicidades ni emitió juicios de superioridad intelectual. Esto es la sentencia, la honestidad fáctica del “me gusta” y no el delirio de criterio del “es mejor”.


Ambos productos narrativos cuentan con diversas similitudes, en los talleres literarios se recomiendan películas y libros casi por igual para aportar en la creación de nuevas historias, de formas de narrar tal o cual. Cabría la posibilidad de que un guion se llevase premios literarios. François Truffaut, por ejemplo, ponía en el mismo cristal a Poe, Kafka, Dostoievski y Hitchcock por “la capacidad de sus obras para situarnos frente a nuestras obsesiones”. Obsesiones y búsquedas artísticas que no tienen autores como John Green o cineastas como Josh Boone (por eso aquí no me refiero a las meros intentos de traducción de un libro exitoso a un blockbuster hollywoodense). Pero parece insensata la comparación sin separar las técnicas ejecutadas, aun si se trata de la adaptación de un cuento, que tendría más similitudes con la película en cuanto a la extensión y punto central del conflicto.

Cuando a John Houston se le despertó la inquietud de filmar una película sobre Sigmund Freud, se acercó al filósofo y escritor francés Jean Paul Sartre para que desarrollara el guion. Semanas después, Sartre puso sobre el escritorio del cineasta un libreto de más de ocho horas de duración. Houston, entre sorprendido y preocupado, le señaló a Sartre la imposibilidad de hacer un largometraje tan extenso (impensable hace cincuenta años, que no existían las plataformas; a hoy se hubiese solucionado con una mini serie, que tal vez Cuello de Tortuga consumiría con fruición y “ojo crítico”), este último respondió que sería imposible delimitar la vida de Freud a escasas dos horas como máximo. El asunto terminó con Sartre pidiendo no ser incluido en los créditos y el guion fue redactado por el mismo Houston, junto con Wolfang Reinhardt y Charles Kauffman.

Otras veces, por ejemplo, ciertos enigmas de las historias no se resuelven ni siquiera llevándolas a la pantalla, como la filmación de El sueño eterno (homónima de la novela de Raymond Chandler), dirigida por Howard Hawks y escrita por William Faulkner. Ni director ni guionista sabían quién era el responsable del asesinato de uno de los personajes clave, entonces le mandaron un telegrama a Chandler, quien les respondió que él tampoco lo sabía.


Cabe resaltar, de nueva cuenta, la perspectiva de los directores, cada adaptación tendrá puntos centrales que la otra no, porque cada persona cuenta con un criterio y seleccionará, y nunca en detrimento de la visión del autor de la novela. Dice Rafael Pérez Gay acerca de las adaptaciones de Lolita: “Considero que la vigencia de la novela de Nabokov no ha cambiado, pero las versiones cinematográficas siempre tienen otra caducidad”.

Pienso, pues, que la frase “está mejor el libro”, es uno de esos enunciados o palabras que no encuentran sentido por más que las repitas. Me explico: en un capítulo de la serie How i met your mother, Robin, una de las protagonistas, inicia una relación con otro de los principales: Barney, mujeriego por excelencia. Entonces no halla la manera de darse cuenta que está en una relación monógama con la persona menos responsable afectivamente que conoce. Se repite a sí misma “soy novia de Barney, soy novia de Barney”, pero no le encuentra sentido alguno. Ted, otro de los protagonistas, le dice que es algo normal (sentir que una frase no tiene sentido) y hasta de una sola palabra se puede dudar, como “bol” [bol, bol, bol], y la dice hasta que pierde sentido.

Roger-Pol Droit propone, en uno de sus ejercicios filosóficos de experiencia cotidiana, tomar un objeto cualquiera y repetir demasiadas veces su nombre, funciona también con nuestro propio nombre-propio [Arturo, Arturo, Arturo], así “el término se disipa, se desintegra, como una cáscara quebrada por inanidad sonora”. Una práctica recomendable, tarea mental aparte, pero que no vendría a ser lo mismo que sugiero, es decir, las palabras o frases que no necesitan de una repetición constante para saberlas insulsas (por el propio ejercicio de apartar los significados preconcebidos), sino que, por su existencia per se, tienen algo de duda: ya sea “soy novia de Barney”, “bol” o “está mejor el libro que la película”.



Ilustración: Schiele's Desk , Egon Schieles

Arturo Molina. Es autor. Muy a su pesar, está seguro que alguna vez utilizó tres verbos seguidos en una frase. Lee voraz y el precio de ese placer hedonista lo paga con la escritura.