De la nostalgia a la esperanza: "El hombre puede lo que debe, y si no puede, es porque no quiere"
Virginia Moratiel
En mi primera intervención en el ciclo de “Filosofía a las calles”, durante el apogeo de la pandemia de 2020, intenté reflexionar sobre la situación concreta que estábamos atravesando entonces y me detuve a considerar algunos de los sentimientos que surgieron ante la incidencia sanitaria, ante las dificultades para contrarrestarla y los terribles efectos que produjo, como la clausura o el aislamiento, la multitud de muertes, la pérdida de empleos y la paralización de la actividad económica. De lo que se trataba no era sólo de comprender la situación lo más objetivamente posible sino, sobre todo, de afrontarla con mayor lucidez desde dentro, desde el vórtice mismo del huracán que nos arrastraba, con todas las limitaciones que entraña semejante posición, en la que uno es al mismo tiempo parte y juez. Lo que pretendía era que abrazáramos nuestras heridas espirituales y empezásemos a elaborarlas para ayudarnos a salir del trance fortalecidos, con la convicción de que necesitamos un cambio, tanto a nivel personal como colectivo, y de que, además, esa transformación es posible. En esta conferencia continuaré por el mismo camino, profundizando en algunos aspectos de la crisis que antes no había planteado, simplemente porque aún seguimos dentro la tormenta y ésta ha evolucionado revelando matices que en aquel momento desconocíamos y haciendo aparecer nuevos elementos. En el plano médico, por ejemplo, las vacunas, o, en el plano económico, la escasez de productos y la necesidad de replantear ciertos sectores. En todo caso, la humanidad está en una encrucijada ante la que no puede retroceder, porque volver hacia atrás significa desaparecer del planeta bajo la condena de una lenta agonía, que parece ya haber comenzado. No queda otra alternativa que abandonar los patrones de conducta anteriores y avanzar. Por eso, en esta conferencia apuntaré, igual que antes, al fortalecimiento de la resiliencia, del poder que todos tenemos para superar las circunstancias traumáticas, aprovechar la experiencia que nos han aportado y construir una vida mejor, una capacidad que jamás podría prosperar si no convertimos el miedo en confianza en uno mismo y la nostalgia en esperanza. Así pues, les propongo rebuscar conmigo en el ánfora que Pandora trajo desde el Olimpo como un regalo envenado de los dioses y de la cual dejó escapar al mundo todos los males que todavía nos asolan: enfermedades, sufrimientos, guerras, hambre, odio, envidia, ira, dejando encerrada la esperanza. Trataremos de rescatar a la hoy denostada esperanza, desprestigiada, sí, porque se la cree ciega de tanto estar retirada del mundo, apartada de la realidad. Buscaremos una esperanza lúcida y lo haremos ya no sólo de la mano de Hölderlin, quien, no obstante, nos servirá de guía y punto de partida, sino de otros poetas y filósofos.
Efectivamente, en mi conferencia anterior me centré en el comentario del poema de Hölderlin, Patmos, donde aparece una famosa frase: “Allí donde está el peligro, también crece lo que salva”, unos versos que Heidegger analiza en su obra Caminos del bosque, con el fin de respaldar sus propias ideas acerca del ser y de la esencia de la poesía. La conclusión del filósofo, en realidad, no va más allá de las del propio Hölderlin. Se trata de que el hombre aprenda a habitar la Tierra poéticamente o, dicho de otro modo, se trata de conjurar gracias a la acción creadora el peligro de la técnica, la cual surgió de esa razón instrumental, que ya criticaba el poeta por subordinar la realidad a las reglas del entendimiento. Al enfrentarse al mundo, esta clase de inteligencia meramente teórica, de la cual se sirve la ciencia, elimina las diferencias que hacen de cada ser individual algo absolutamente único e insustituible porque, para poder entender algo, necesita aplicarle conceptos que, sin duda, nivelan, igualan -y hasta podríamos decir que democratizan-, pero a la vez masifican y vuelven mediocre todo lo que tocan, pues repiten lo común de manera mecánica, en cadena. Mediante sus leyes, la razón científica paraliza el potencial productivo de la vida con su imprevisibilidad, lo cual permite predecir sus futuras actuaciones. De algún modo, el experimento repetido infinidad de veces termina por hacer comprensible los fenómenos, pero también los vulgariza, cuantificándolos y quitándoles esa aureola de misterio, esa magia inexplicable que rodea a todos los procesos del universo y que se percibe en el hecho de que ninguna explicación agota completamente su esencia. Y no la agota porque todos los fenómenos están interrelacionados de modo que en cada uno de ellos se expresa la totalidad del cosmos, que los alimenta con una energía infinitamente poderosa y compleja. Este principio constituye uno de los pilares de la filosofía romántica de la naturaleza, así como de la ecología, y retrotrae directamente a la idea de una naturaleza entendida no tanto como materia cuantificable sino como fuerza, esto es, como una potencia discernible también cualitativamente, la natura naturans de Spinoza. De algún modo, al separar los fenómenos naturales de la totalidad que también los constituye internamente, se les ha sustraído su carácter divino. Como dice Hölderlin, se ha conseguido que los dioses huyeran de sus altares, produciéndose lo que más de un siglo después Max Weber llamó “desencantamiento del mundo”. En uno de sus más bellos poemas, el romántico inglés John Keats muestra la profunda desilusión que le produce el milagro del arco iris bajo la lectura de la ley de Newton sobre la descomposición de la luz al pasar por un prisma, una explicación que -por cierto- tanto Goethe como Schelling habían refutado para reivindicar una teoría del color y de la luz asociada a una visión estética, por ejemplo, la que corresponde a la pintura, donde el blanco no es la suma de todos los colores ni el negro es mera ausencia de luz. Dice Keats:
… ¿No vuelan todos los encantos
Al mero toque de la fría filosofía?
Una vez hubo un tremendo arcoíris en el cielo:
sabemos su urdimbre, su textura; y ya figura
en el insulso catálogo de las cosas triviales.
La filosofía corta alas a los ángeles,
con la regla y la línea conquista los misterios,
disipa el aire encantado y a mis gnomos-
desteje el arcoíris …
Y aún más, cuando se enfoca el objeto de conocimiento desde las categorías del entendimiento, se lo aniquila como algo independiente del Yo y se lo somete a él. Al descentrarlo de sí mismo, el ser se oculta tras el ente, debido a que la inteligencia inmoviliza el continuo devenir de lo que existe para fragmentarlo en instantes, como si fueran fotogramas de una película. Así, las relaciones internas se detienen para atenerse sólo a lo que se manifiesta exteriormente, mientras que se conserva la contigüidad entre las cosas ya inertes, lo cual resulta inoperante para explicar la organicidad de la vida. En consecuencia, esta facultad sólo consigue sembrar la muerte en torno suyo y, al matar o cosificar lo que la rodea, no tiene por qué sensibilizarse ni empatizar con su entorno, sino que más bien se ha capacitado para utilizarlo o manipularlo sin reparos ni culpa, convertida ya en lo que Horkheimer llamó razón instrumental. Amparada por el capitalismo industrial, la razón teórica buscó eficacia a través de sus aplicaciones, convirtiéndose en técnica. Se volvió cada vez más calculadora, pragmática, utilitaria, hasta convertirse en una potencia desenfrenada de alcance planetario que, anónimamente, a través de grupos estratégicamente difusos, persigue sus objetivos de dominio por encima de las fronteras nacionales sin mucho control y puede llegar a desbordarse en cualquier momento, como ya sucedió con la fabricación y comercialización de armamento, con las centrales nucleares de Chernobyl y Fukushima, con las semillas transgénicas, con los videojuegos o con los virus supuestamente fugados de laboratorios, incluido el que ocasionó la covid-19, cuyo origen en un centro de investigación de Wuhan todavía no puede descartarse. En este sentido, la técnica se asemeja al poder invocado por el aprendiz de brujo en la famosa balada homónima de Goethe, quien a través de una fórmula mágica da vida a una escoba que actúa a su servicio y realiza el trabajo que le ha sido encomendado a él. Así, el discípulo la obliga a acarrear agua a fin de llenar una bañera, pero olvida cómo hacer cesar el encantamiento, por lo que termina provocando una inundación. No olvidemos que la magia, igual que la técnica, pretende una subversión del orden natural, pues su objetivo es manejar el cosmos de acuerdo con la voluntad del hechicero. En el caso de la técnica, también ésta crea formas artificiales de existencia, no sólo artefactos sino híbridos vivos creados a su conveniencia, que alteran las condiciones naturales de los ecosistemas. De esta manera, esclaviza a la Tierra obligándola a dar sus frutos o a acelerar el proceso de producción sin cuidarla ni protegerla. Al final, transforma el planeta en un simple depósito de donde obtener materias primas, una reserva asolada por la polución y los efectos del cambio climático que ella misma causó. Pero, además, la técnica también pone a los individuos a su servicio, que, sin saber muy bien para quién trabajan, creyendo que lo hacen para hacer avanzar el conocimiento o la humanidad, investigan, difunden sus descubrimientos y afianzan su conquista del mundo. De un modo parecido, ambas desatan pasiones fáusticas, impulsos que tienen algo de demoníaco, porque implican un desafío contra el orden divino de la creación y esconden intereses particulares, en el peor de los casos, egoístas. En cuanto a la técnica, sobre todo revierten en el provecho económico de grupos a veces indefinidos o sin una cabeza visible, como las élites mundiales a las que se refieren las teorías conspiratorias o, simplemente, las empresas transnacionales (por ejemplo, las farmacéuticas, las alimentarias o las distintas mafias distribuidas por todo el planeta).
Sin duda, la técnica encubre un peligro inmenso, es la mayor amenaza de la humanidad. Así lo han revelado tanto la pandemia como el cambio climático y la contaminación del medio ambiente, en especial del aire y del agua, con los residuos de la actividad humana o de los procesos industriales y biológicos, hasta el punto de que hoy los científicos llaman “Antropoceno” al actual período geológico. Hölderlin y Heidegger, cada uno a su manera, lo intuyeron. Pero -como dice la frase que analizamos en la conferencia anterior- en el peligro está también lo que salva, o sea que en la técnica reside también aquello que nos facultaría para salir de la crisis: lo que cura las enfermedades, lo que permite acumular y conservar los alimentos perecederos, lo que protege de las inclemencias climáticas, así como los medios de comunicación y de transporte, esta vez sustentados por fuentes energéticas limpias. Claro que la técnica podrá salvarnos únicamente bajo la condición de que la democraticemos siguiendo los dictados de una justicia poética, que habrá de plasmar la actitud estética, la del artista, cuyo propósito es no intervenir en el mundo intentando adaptarlo a sus designios, sino escucharlo, compartir la sensibilidad, dialogar y respetar a los demás, incluso a la naturaleza, tal como hacen los románticos, entre ellos, especialmente Novalis, quien considera la palabra poética como una especie de varita mágica, un “abracadabra”, que resucita la naturaleza, despertándola del letargo al cual la condenaban las ciencias empíricas. Y al hacerlo, ella se muestra en toda su espiritualidad y refleja nuestro propio ser en un diálogo que nos da la medida de lo que somos, pues nos permite determinar cuál es nuestra posición en la vida, cuál nuestro lugar ante su grandeza, su generosidad y su poder descomunal. Dice Novalis en uno de sus versos, refiriéndose al desvelamiento de la diosa Isis, quien representa la figura de la madre naturaleza:
“Uno levantó el velo de la diosa de Saís y ¿qué vio?, ¡oh!, maravilla de maravillas, se vio a sí mismo”.
El lenguaje poético es apto para mostrar lo otro con mayor profundidad, pues mediante la metáfora, la sugerencia y la indefinición, logra poner al descubierto tanto su cara luminosa como la oscura, la que se revela franca ante nuestros ojos y la que se oculta a una mirada superficial. Puede, como en el caso del poeta Walt Whitman, celebrar el cuerpo, lo pequeño y la existencia material, siempre perecedera, o puede -como hace Giacomo Leopardi en su Diálogo de un islandés con la naturaleza- presentar sin corregir ni increpar una naturaleza que, más que madre, es una madrastra cruel que se impone por encima de sus creaciones, pues rechaza al hijo extraño y secretamente ansía su desaparición. En cualquier caso, se trata de que el poeta se vuelva transparente y deje aparecer a través suyo a sus personajes y criaturas libremente, ofreciendo una verdad más amplia, capaz de acoger, complementar y orientar la búsqueda científica, una universalidad hecha de diversidad, una verdad que admite diferencias.
Como afirma Whitman:
Tampoco contemplarás el mundo con mis ojos
ni tomarás las cosas de mis manos.
Aprenderás a escuchar en todas direcciones
y dejarás que la esencia del universo se filtre por tu ser.
Y nunca habrá más perfección que la que tenemos,
ni más cielo
ni más infierno que éste de ahora.
En definitiva, la técnica se democratizará cuando todos podamos acceder a ella sin distinciones y, además, distribuyamos de manera equitativa sus beneficios. Pero esto será posible sólo si le otorgamos empatía y la dotamos de unos fines universales que atañan a toda la humanidad y que necesariamente implican restaurar, en la medida de lo posible, el equilibrio ecológico y el cuidado de nuestros cuerpos, dañados por tanta adulteración. Dotar de unos fines universales…. eso significa que es necesario moralizar la ciencia y la técnica, cuyo objetivo principal está claramente asociado al desarrollo capitalista en la era del mercado global y no parece ser otro que el enriquecimiento de unos pocos mediante el fomento de un consumo irresponsable y creciente, fundado en la obsolescencia programada y en la búsqueda de un placer que empobrece, porque atonta las conciencias acallando las posibles críticas o protestas, llena el tiempo de ocio con la ilusión de un vacuo no hacer nada y provoca adicciones que aseguran la dependencia a los productos consumidos. Evidentemente, la moralización de la ciencia y la técnica exige el establecimiento de una nueva tabla de valores o de prioridades que rijan nuestra conducta, algo parecido a lo que Nietzsche llamó Umwertung aller Werte, una transvaloración o transmutación de los valores sobre los cuales se basa la sociedad actual, que permita superar definitivamente el nihilismo hoy preponderante. De hecho, en uno de sus primeros discursos tras haber descendido de la montaña, Zaratustra se dirige a los vecinos del pueblo, después de haber comprobado que no lo han entendido. Precisamente por eso, para hacerles caer en la cuenta del peligroso momento en que están viviendo, les muestra la realidad en su versión más cruel, esa que ellos mismos representan y que, para él, es lo más despreciable. Así es como realiza una prédica sobre el último hombre, quien, como el pulgón, es la especie que más tarda en desaparecer, pues se trata de un insecto gregario que vive apelotonado restregándose el uno contra el otro, cuyos rebaños son apacentados por las hormigas, quienes se alimentan de la melaza que excreta y astutamente lo protegen de sus depredadores. Entonces les expone lo siguiente:
Ha llegado el momento de que el hombre se proponga su meta. Ha llegado el momento de que el hombre siembre la semilla de sus más preciosas esperanzas. Todavía su suelo es lo bastante rico. Mas llegará un día en que tal suelo será demasiado estéril y miserable, y ningún árbol elevado podrá ya crecer en él. Yo os lo anuncio: es preciso llevar aún algún caos dentro de sí para poder engendrar estrellas danzarinas. ¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es deseo? ¿Qué es una estrella? Esas preguntas se hace el último hombre, entre gesticulaciones y guiños. La tierra se ha empequeñecido, y sobre ella da brincos el último hombre, el que todo lo empequeñece. Se trabaja aún, porque el trabajo es una distracción: mas hay que procurar que tal distracción no haga daño. Todos quieren lo mismo, todos son iguales; y quien no se conforme, al manicomio. Todavía disputan, pero para reconciliarse pronto: lo contrario estropea la digestión. Se tiene pequeños placeres para el día y para la noche; pero hay que respetar siempre la salud. “Hemos descubierto la felicidad”, repiten los últimos hombres, entre gesticulaciones y guiños.
No hay duda de que el mundo en el que vivimos es el hábitat del último hombre, donde reina la masificación, se busca copiar al famoso de turno y se impone la tiranía de las modas, sea en la ropa, la comida, las diversiones, en los signos externos, como los coches, los celulares o los relojes, e incluso en el aspecto físico y en los hábitos más íntimos, como los sentimientos, los gustos artísticos y, en general, las ideas. Un mundo absurdo, del que sólo puede dar cuenta el nihilismo, pues en él todo carece de sentido y da igual. Por eso, allí prevalece la indiferencia, que aniquila lo exterior cada vez que alguien se deja absorber por las pantallas portátiles en cualquier lugar y circunstancia sin importarle las conversaciones ni los sucesos que ocurren a su alrededor, donde quien no cuenta para el mercado es simplemente nadie. Por eso, predomina el aburrimiento de quien no sabe qué hacer debido a que no tiene nada que ofrecer, hundido como está en el vacío de su interior. Es el mundo de los que aman la servidumbre y admiten de antemano que resulta imposible cambiar el sistema o vivir al margen de él sin renunciar a la abundancia y a la felicidad que a cada paso nos promete. Una abundancia que, por cierto, sólo revierte en una minoría de la población mundial, que puede disfrutarla a costa del sacrificio, la explotación y la miseria de la gran mayoría. Para una muestra, veamos cómo plasma Eduardo Galeano esta última situación en su poema Los nadies:
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Mientras tanto, del lado de los ricos se gesta tan sólo una felicidad ficticia, porque se basa en la posesión de bienes materiales y esconde la frustración, el desamor o el sufrimiento tras la sonrisa pública, acumulando en su retaguardia un altísimo número de suicidios. Esta última es una realidad silenciada por las familias para evitar que la sociedad las culpabilice. También, una noticia omitida por los medios de comunicación, que temen la imitación, a pesar de que sabemos perfectamente que el efecto de una información no depende de la clase de noticia que se comunique sino del modo en cómo se lo haga. Para contener esta situación descontrolada, que ha aumentado a causa de la pandemia, la Organización Mundial de la Salud se ha visto en la obligación de alertar ya desde el 2014 de que el suicidio representa un grave problema, porque constituye a nivel global la causa más frecuente de fallecimiento entre las muertes no naturales, superando los accidentes de transporte o de cualquier tipo. Pero en esta sociedad del hombre unidimensional -como la llamó Herbert Marcuse con gran acierto-, en lugar de denunciar el problema y contribuir a su prevención, se mira hacia otro lado y se amordaza la auténtica tragedia sobre la que se asienta un modo de vida que penaliza el fracaso desde el más nimio tropiezo y atenta contra cualquier disidente, contra cualquier atisbo de independencia o libertad. Bajo la máscara de la tolerancia se cobija el totalitarismo, una dictadura abstracta que se extiende por todo el planeta y que incluso ya ni siquiera necesita esconder sus intenciones, porque la complicidad de cierta parte de la población con los poderes establecidos es tan grande, debido a que no está dispuesta a renunciar a las comodidades del sistema, que apoya abiertamente las políticas discriminatorias. Su objetivo estremece: si se deja perecer a los jóvenes conflictivos, a los viejos, a los pobres o a los discapacitados, se podrá obtener más beneficio en el reparto de los recursos o de los bienes a consumir. Al final, se trata de una necropolítica -como diría Achille Mbembe-, un recurso que lamentablemente también ha sido utilizado en muchos países durante la pandemia. Así hemos llegado a una situación en la que es probable el cumplimiento total de todas las distopías auguradas a partir del siglo XIX, desde Un mundo feliz de Aldous Huxley a 1984 de George Orwell, donde el ojo del “Gran Hermano” distrae a la población con pornografía y la bombardea con dos minutos oficiales de odio dedicados al enemigo del régimen en las telepantallas públicas, anticipando el comportamiento de ciertos políticos y de algunos usuarios en las redes sociales; desde El último hombre en la tierra de Mary Shelley a Los ojos de la oscuridad de Dean Koontz, quien en 1981 predijo que cuarenta años después habría una epidemia letal expandida desde un laboratorio de la ciudad de Wuhan donde se había intervenido artificialmente un germen patógeno en el contexto de una guerra biológica; desde Odisea 2001 de Stanley Kubrick a la película Matrix, donde se da por constituida ya la esclavización del hombre por máquinas o inteligencias artificiales.
La transvaloración proclamada por Nietzsche resulta inevitable y necesaria, porque de ella depende la supervivencia, tanto a nivel personal como colectivo, de lo que tradicionalmente entendemos por ser humano, esto es, una voluntad libre, que actúa y piensa en consonancia con el cuerpo físico donde se halla encarnada. Evidentemente, la creación de nuevos valores ya está en marcha y se afianza cada vez que un individuo reacciona frente al hastío reinante con la convicción abrupta y radical de que ya no puede seguir así. Se presenta en un momento iluminado de descubrimiento subjetivo de la verdad, tan irracional e inexplicable como la conversión religiosa. Empieza por ese decir “¡basta ya!, hasta aquí llegamos”, que marca el límite de lo soportable e implica una toma de decisión irreversible que involucra al sujeto en su total integridad, lo compromete -por así decirlo- en cuerpo y alma, abrazando el acuerdo del corazón con la cabeza y las entrañas. Se trata de una determinación desde la cual se generan otros hábitos y conductas, que revelan la apertura hacia un nuevo estadio, el acceso a una visión del mundo hasta ahora impensable. Algo similar ocurre también cuando se abandona una adicción o un apego, y, por ejemplo, se deja de fumar o se inicia una ruptura sentimental o un divorcio. En cualquiera de estos casos, el triunfo sólo se asegura mediante el fortalecimiento del individuo, que en las sociedades tecnológicas se encuentra acosado y tentado permanentemente de abandonar su criterio y su libertad debido al bombardeo constante de argucias publicitarias, que se filtran incluso en el ámbito de la vida privada, donde entran sin permiso a través de la telefonía y los medios de comunicación. En el mercado global, esa publicidad omnipresente está puesta al servicio de la comercialización y, como consecuencia, sólo persigue como fin ampliar el número de consumidores, para lo cual se apoya en la manipulación de nuestros deseos y emociones.
Indudablemente, el cambio de valores comienza en cada uno de nosotros, pero es improbable que pueda alcanzar en poco tiempo a un conjunto social por la mera suma de las voluntades individuales, ni siquiera si se opera una revolución violenta, según ha quedado demostrado a lo largo de la historia en todos los casos en que se ha realizado una, porque el nuevo estado de cosas siempre termina por involucionar y producir con muy pocas transformaciones la restauración del régimen anterior. Como ya hicieron notar los idealistas Kant y Fichte, para estimular la moralización del poder se necesita realizar una reforma paulatina del pensar movilizando dos esferas de la vida colectiva: la de la política y la de la educación, pero no sólo a nivel nacional, porque, en una sociedad global como la que vivimos estas acciones se perderían, no tendrían efecto, si no se realizasen en el marco de un acuerdo supranacional. La movilización política se requiere para promover normas que regulen el nuevo orden siguiendo criterios ecuánimes de justicia, equidad y respeto recíproco de las libertades, entre los distintos individuos, pueblos y generaciones, porque sólo la ley jurídica, en tanto que determina lo que está permitido hacer y prevé una sanción, un castigo para quien la incumpla, puede obligar al egoísta, al asocial, al que está centrado en su propio yo, a aceptar los derechos ajenos y a cumplir el deber de actuar en beneficio del conjunto, incluso disuadiéndolo para que con el tiempo interiorice los principios universales. La movilización educativa se requiere para lograr que los jóvenes aprendan a pensar de manera crítica, autónoma, sin imitar ni repetir ciegamente las creencias de otros y descubran que la libertad sólo existe si está respaldada por la responsabilidad, cuando se da un compromiso con uno mismo y con la sociedad en la que se vive. Para reforzar y dar actualidad a esta idea, quiero instar desde aquí a los profesores de enseñanza media a seguir con la defensa de las humanidades y la filosofía, porque desde hace unos treinta años en muchos países cíclicamente se producen intentos de retirar estas disciplinas de la educación secundaria, como hoy mismo está sucediendo en España. Todos sabemos que el sistema actual sólo puede prosperar si los ciudadanos carecen de convicciones éticas y no se animan a pensar por sí mismos, porque así es posible engatusarlos e inducirlos a una constante adhesión. De acuerdo con lo que Kant propugnaba en su escrito sobre la ilustración, repitiendo a Horacio, “sapere aude”, atrevámonos a saber, tengamos el valor de usar nuestra propia razón, no dejemos que nos roben nuestra libertad.
Ahora bien, detengámonos un momento aquí para profundizar en cómo se realiza la manipulación y sobre qué principios se asienta para obtener una serie de conclusiones acerca del mundo que se pretende construir y si éste merece la pena de ser vivido, sobre todo, en las condiciones de escasez que se anuncian tras las sucesivas crisis energética, ecológica, de producción y de suministros, que apenas comenzamos a atravesar. Ante todo, hay que decir que no es digno del ser humano que los valores que mueven el mundo, esos que permiten ascender en la escala social y despiertan la admiración, cuando no la envidia de nuestros congéneres, sean los exclusivamente materiales, como el dinero, el poder y el sexo. Ése es el primer engaño. El dinero, el poder y el sexo son más bien los dioses del mercado, donde todo se compra y se vende al mejor postor. En ese entorno, las personas y los objetos se degradan a mercancías que no valen por sí mismas, sino que tienen un precio, habitantes de una jungla en la que hay que estar atento al ataque inesperado de los depredadores, y que es cualquier cosa menos un hogar en el que sentirse confiado y relajado. En esas circunstancias, se espera de nosotros que actuemos como seres carentes de moralidad y afectos, como si fuéramos máquinas, a las que, por otra parte, es fácil sojuzgar, pues su sometimiento no revierte en el victimario dado que el sometimiento de lo inerme no produce ninguna culpabilidad. En efecto, la multitud de libros y películas que analizan el comportamiento del psicópata aparecidos en los últimos quince años demuestran un interés creciente en esta estructura psicológica. Eso tiene que ver con el hecho de que está muy extendida en la sociedad actual al punto de representar un modelo admirado, sobre todo por los ejecutivos. De ese modo, el dinero, el poder y el sexo construyen un mundo erigido respectivamente desde la codicia, la ambición y la lujuria. Y estos vicios conducen de forma inevitable a la competencia, el odio y la incesante frustración, por lo que al final ahondan el sentimiento de vacuidad interior y la falta de autoestima, hasta desembocar en conductas destructivas tanto de uno mismo como de los demás.
Ya Adam Smith, el primero y probablemente mejor teórico acerca del mercado comprendió que sobre estos principios es imposible fundar una ética, y dejó escrito:
Esta disposición a admirar, y casi a idolatrar, a los ricos y poderosos, y a despreciar o, como mínimo, a ignorar a las personas pobres y de condición humilde, es la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales.
Para colmo, la sociedad capitalista tiene la capacidad de neutralizar a sus oponentes y de asimilarlos a sus propios fines. Pongamos un ejemplo. Desde la irrupción del psicoanálisis se ha considerado que la pulsión sexual es el instinto básico y, ya desde Marcuse, que su represión tiene por objeto descargar la energía retenida en la producción de bienes. Como resultado, tanto el propio Marcuse como sus seguidores, los hippies y en general los jóvenes herederos de los movimientos del 68, creyeron que, con la liberación sexual y el aumento del ocio generado por la maquinización, surgiría una civilización menos represiva y más amable o amorosa. Sin embargo, ha pasado todo lo contrario. La agresividad ha crecido en las casas, en las calles, en los colegios, y también la represión, ahora sutilmente orquestada por la tecnología de las fake news y los videojuegos, mientras que el ocio no se usa de la manera creativa que se había esperado sino para vegetar en la mayor pasividad, interrumpida sólo para mover los dedos. A su vez, el sexo puro y duro se ha impuesto desgajándose de los afectos y, al amparo de esa excusa, han engordado buenos negocios. Así, se ha producido un aumento exponencial de la pornografía y de las nuevas formas de prostitución, muchas veces disfrazadas de un amor romántico capaz de superar la edad y las mayores diferencias culturales o económicas, como ocurre con las relaciones entre jovencitas y viejos adinerados. Hoy hasta se reivindica la zoofilia y la pederastia como variantes legítimas de una sexualidad multiforme, más rica, sin atender para nada a que son abusos que afectan a víctimas indefensas, sin posibilidad de reacción. En el fondo de esta maléfica tergiversación, se encuentra la idea de que sexo es un impulso irrefrenable al que todos tenemos derecho sin ninguna clase de reparo porque se trata de nuestra reserva energética más primaria, lo más íntimo y auténtico de nuestro ser. Pero esto es falso, ni siquiera Freud pensó que la libido fuese originariamente sexual sino informe y, en consecuencia, asexuada. Por eso, en la segunda tópica, para referirse a la fuente de esta energía, utilizó la palabra alemana Es, un pronombre neutro que significa Ello. Es evidente que los instintos de conservación, los que atienden a la preservación de la vida individual -como el de la alimentación-, son anteriores a los de reproducción, por eso, éstos se desarrollan una vez superada la infancia. De hecho, la reproducción sólo puede llevarse a cabo cuando el impulso de conservación está satisfecho, cuando no hay hambre o cuando no está en juego la supervivencia personal. Así sucede en las guerras o en las persecuciones de cualquier tipo, donde no prima el deseo sino el miedo, porque este sentimiento es la defensa que arbitra la psique para que nos alejemos del peligro evitando su amenaza. En consecuencia, la comida y la salud son cuestiones de vida o muerte, asuntos prioritarios que requieren una atención urgente, ya que de ellos depende la existencia individual. Por el contrario, en las sociedades avanzadas se pierde demasiado tiempo en discutir sobre cuestiones ideológicas puramente teóricas (por ejemplo, sobre la procedencia del cambio de sexo o de género, sobre la importancia del lenguaje inclusivo o sobre el derecho de los animales -y no niego que yo misma lo haya hecho en algún momento), pero lo cierto es que se concede mucho menos espacio a resolver cuestiones prácticas sobre cómo educar para evitar la violencia, la guerra, las drogodependencias o la devastación del planeta, que avanzan imparables. En su conjunto, la población gasta más dinero en modificar su anatomía corporal para responder a un ideal sexualmente apetecible que en paliar el hambre, que es una de las mayores lacras de la humanidad, un verdadero escándalo si se une a la cantidad de alimentos que se desperdician a diario en los países ricos. Se exige que la cirugía estética o el cambio de sexo sean subvencionados por el Estado y no se pide que se invierta en la mejora de los hospitales ni en la investigación farmacológica independiente ni en el estudio de las enfermedades más preocupantes. No hay duda de que la transmutación de los valores requiere una reacomodación de prioridades, porque, como dijo Sartre en una de sus entrevistas, “frente a un niño que muere La náusea no da el peso”.
Y no cito arbitrariamente a Sartre en este punto. La pandemia ha vuelto cotidiana la presencia de la muerte como un hecho universal pero imprevisible respecto del instante en que ha de producirse, de modo que con ella se ha generado una situación parecida a la de las dos Guerras mundiales, cuando precisamente Sartre escribió El ser y la nada (1943). También entonces resultaba muy difícil proyectar hacia el futuro cualquier acción, no sólo porque durante las confrontaciones armadas la vida se vuelve precaria y puede perderse en cualquier momento, sino porque en esa misma época se produjo la pandemia de la gripe española, que acabó con la vida de entre veinte a cuarenta millones de personas, además de la primera gran crisis del capitalismo, el crack del 29. Como no podía ser de otra manera, El ser y la nada constituye una fundamentación filosófica del nihilismo. De ahí que presente al hombre como un no-ser que juega al ser, una herida que segrega nada desde sí misma en un intento de huir de la propia conciencia, que escinde todo lo que toca, en una tentativa de cerrarse, para alcanzar la plenitud del ser-en-sí, propia de las cosas, que no piensan y nada se cuestionan. Al actuar, el hombre se revela tan sólo como una pasión inútil, porque, aunque pueda cumplir objetivos parciales, nunca llegará a cumplir su meta final, la de ser absolutamente sin abandonar la conciencia, es decir, sin morir. Esto hace que la vida humana resulte absurda, se transforme en un devenir condenado al fracaso, naufragando así en el más completo sin sentido. Pero no hay que olvidar que hasta el propio Sartre rechazó esta visión antropológica tan negativa después de vivir la experiencia de la Resistencia francesa ante el avance de las tropas de Hitler, durante la cual descubrió la importancia de la solidaridad y comprendió que era necesario reformular su concepción de las relaciones intersubjetivas, entendidas hasta entonces por él únicamente como nexos de cosificación.
El sentimiento de lo absurdo, de que no se tiene futuro, surge en el momento álgido de las crisis cuando el miedo nos domina completamente debido al peligro tan grande que entraña la situación que se está viviendo. La incertidumbre nos paraliza, nos detiene en un instante temporal sin que seamos conscientes de que la fluencia, el encadenamiento de hechos continúa, exigiendo nuestro actuar y nuestra constante toma de decisiones. En mi anterior conferencia, cuando analizamos el poema Patmos de Hölderlin, nos detuvimos en esta cuestión. Dijimos que en una crisis se llega a un máximo sostenible hasta alcanzar un umbral que abre a un trayecto descendente, desde donde se presiente el vértigo de la caída. Frente a la primera parte del recorrido, hecha de movimientos ya conocidos, incluso reiterados infinidad de veces hasta convertirlos en patrones, ahora aparece un acontecimiento que rompe la línea de los sucesos anteriores. Y esta ruptura es la que nos asusta, pues revela la existencia de un peligro amenazante, algo que desconocemos y, por tanto, aún es irracional, pero que tal vez pueda hacernos despeñar por el precipicio y, por eso, lo catalogamos como un mal. Frente a esa novedad enigmática, nos vivenciamos vulnerables, frágiles, desprotegidos, porque nos obliga a exponernos a la necesidad que imponen las circunstancias sin un criterio que permita diferenciarnos de ellas y establecer fines o metas. Y así, nos sentimos arrojados en medio de una vorágine que muta a cada instante, arrastrados por la ola de la caducidad y la finitud. Este estado de ánimo correspondió al momento culminante de la pandemia, cuando se quebrantó un límite y lo exhausto se reveló como un agotamiento de las posibilidades acompañado de la convicción de que se había hecho todo lo que se podía hacer. Por eso, las preferencias, los objetivos y la significación misma se consumieron dejando lugar sólo para el desconsuelo. El desconocimiento del futuro ante la presencia de algo que no dominábamos en absoluto impedía la planificación, mientras que el presente se extendía reiterando el pasado en un punto muerto difícil de asimilar. En consecuencia, -dijimos entonces- durante este período de pandemia nos pareció perder el sentido del tiempo, como si se hubiese quedado detenido, desarticuladas sus tres dimensiones de pasado, presente y futuro, de tal manera que los acontecimientos de la crisis sanitaria y la clausura se condensaban en un instante eterno.
Esta parálisis del tiempo es paralela a la indefinición y al desconcierto, esto es, a la incapacidad para enfrentar la nueva realidad debido a una ausencia de normas adecuadas, lo cual se percibe como un vacío, falta o carencia. La primera reacción ante ese hueco que desestabiliza es negar la situación. Obviamente, esto corresponde a la postura de los negacionistas: la epidemia no existe, es un bulo, una falsedad orquestada deliberadamente por las élites gobernantes con el fin de someternos aún más. La segunda reacción es la de intentar llenar ese agujero con otros bulos, como hacen los que rechazan las vacunas, quienes desconfían de su eficacia inmunizadora e incluso creen que constituyen una oportunidad para inocular chips a la población. Pero también esta ausencia de normas puede vivenciarse como la ocasión para el exceso, para experimentar el límite y traspasar el mojón. Es el caso de muchos jóvenes quienes, tratando de disfrutar el momento sin pensar en el futuro, por puro carpe diem, se involucraron en macrofiestas en lugares ilegales superando los aforos permitidos y en botellones por los parques de las ciudades, que han traído de cabeza a la policía para poder disolverlos y que muchas veces han sido fomentados por las agencias turísticas, como es el caso de los franceses que venían a Madrid para alojarse en pisos de alquiler donde se organizaban reuniones multitudinarias en plena pandemia, aprovechando que las medidas restrictivas eran más laxas que en su país. Sin duda, se trata de una actitud irresponsable que tiene mucho de omnipotencia, pues en el fondo estos comportamientos se basan en el descabellado supuesto de que se es inmortal o que nada puede sucederle a uno, perfectamente encuadrables, pues, dentro de la negación. Indudablemente, esto responde también a un deseo inmenso de salir tras el confinamiento, que hace a la gente olvidar que aún no se puede hacerlo sin guardar la distancia de seguridad y ponerse mascarillas, es decir, intentar desconocer lo que ha ocurrido y aparentar que todo sigue igual. Otros, en cambio, especialmente los viejos, han quedado tocados por la depresión, temen salir a la calle y, en la medida en que pueden, siguen encerrados en su soledad rememorando aquellos tiempos, hoy invaluables, en que podían pasear y relacionarse con sus familiares con total tranquilidad.
A pesar de la diferencia de matices que caracterizan a las reacciones descritas, podríamos decir que todas ellas están presididas por un sentimiento de nostalgia, esto es, por la añoranza de un tiempo ya pasado. Sin embargo, la palabra está formada por dos raíces griegas que significan anhelo y volver a casa, por lo cual, de acuerdo con su sentido etimológico, la nostalgia sería el ansia de regresar al hogar, lo cual implica, como es obvio, una pérdida y un desplazamiento. En efecto, el término no nació en Grecia, sino que fue acuñado por un estudiante alsaciano, Johannes Hofer, en su disertación médica presentada en la Universidad de Basilea en 1688, para referirse a un conjunto de síntomas, como tristeza, anorexia e insomnio, que entonces se consideraban una enfermedad, diagnosticada a los soldados suizos que servían como mercenarios en el extranjero y que se sanaba mediante opio, sanguijuelas y un viaje a los Alpes, es decir, regresando al entorno familiar. En los casos extremos, incluso se podía morir de nostalgia. Pero la situación cambió a finales del siglo siguiente cuando empezó a diagnosticarse en civiles y se fue observando que la vuelta a casa no siempre provocaba la mejora del enfermo. Entonces pasó a ser una dolencia incurable que, en gran medida, afectó a casi todos los poetas románticos. El retorno al hogar o a la patria representaba para ellos la vuelta a la vida ingenua, libre y espontánea de la infancia, en la que los ideales todavía no habían sido mancillados ni siquiera contrastados con la dura realidad y, por tanto, aún refulgían en su pureza. Sin duda, la nostalgia aludía a una ubicación resguardada del tiempo en su afán de poner a todo fecha de caducidad, un lugar espiritual situado en el pasado primordial, en cuanto origen arquetípico in illo tempore, algo así como la Edad de oro. En su sentido más empírico, la nostalgia pronto se consideró un padecimiento provinciano, una melancolía propia de quien había dejado su pueblo natal para encontrar trabajo en la gran ciudad. A esta tendencia corresponde la famosísima antología romántica de cantos populares de Achim von Arnim y Clemens Brentano El cuerno mágico del niño, que sirvió de inspiración a músicos como Schumann, Schönberg y Mahler. Finalmente, los constantes movimientos de población a nivel mundial transformaron la nostalgia en un mal colectivo, uno de los más extendidos de los siglos XX y XXI. Según afirma Svetlana Boym en su libro El futuro de la nostalgia, este sentimiento se volvió a partir de entonces una emoción histórica y social, lo cual le confirió un alcance político, permitiéndole proclamar su capacidad para restaurar modelos anteriores ya superados, reconstruir la historia y plantear el futuro, a pesar de que todo movimiento retrospectivo sólo vuelve a un pasado ideal o imaginado por el recuerdo, pero nunca puede hacerlo al pasado realmente vivido. Así, siempre según Byom, el siglo XX comenzó impregnado de utopías y, ante el fracaso de tales proyectos, acabó carcomido por la nostalgia, que sirve de alimento a nacionalismos y movimientos de derecha, así como de material creativo para los exilados. En consecuencia, habría para ella dos clases de nostalgia: la más peligrosa, la “restauradora”, característica de los nacionalismos que formulan teorías conspirativas o fabrican mitos históricos acordes; y la “reflexiva”, entendida como arma y dispositivo de creación del emigrado, totalmente consciente de la imposibilidad de reconstruir el pasado. La primera se expresa mediante la fiel rehabilitación de los monumentos antiguos y la institucionalización de la memoria, mientras que la segunda “se recrea en las ruinas, en la pátina del tiempo y en la historia, o sueña con otros lugares y épocas”. Un magnífico ejemplo de esta última clase sería la película Nostalgia del director ruso Tarkovski.
Quizás la decepción ante la imposibilidad de lograr una vida digna, de justicia y de progreso para toda la humanidad fue lo que hizo a la nostalgia expandirse rápidamente por el mundo durante el último siglo, pero lo cierto es que cuando el mercado descubrió que podía sacarle provecho, se amparó en la facilidad que ofrecen las nuevas tecnologías para recopilar información y creó recurrentes modas retro o vintage en la decoración, la vestimenta o el arte, en especial, el cine. De hecho, hoy mismo existen muchas emisoras de radio para nostálgicos, que se especializan en transmitir música de los 70, los 80 o los 90. Y si tales tendencias tienen éxito, esto indica que ya no se trata de un sentimiento ligado exclusivamente a asuntos políticos, sino de una emoción individual que nos afecta a todos en determinado momento, a la que sólo hay que dar el lugar adecuado sin que alcance la exageración del fanatismo. En cuanto tal, surge espontánea a partir de estímulos primarios como olores o sabores, pero también al escuchar alguna música, al ver personas que nos traen recuerdos de otros tiempos o vivenciar ciertas situaciones climáticas (lluvia, bruma) que parecen un símbolo de nuestra memoria. En cualquier caso, la nostalgia siempre está relacionada con momentos anteriores agradables en cuya rememoración el espíritu se regocija y, por eso, los añora.
Pero todos sabemos que no es posible recuperar el pasado sin más, intacto, desandando lo andado como si nada hubiese ocurrido en ese intermedio y en el presente no existiesen nuevas circunstancias históricas. Pretender algo semejante es querer anular el tiempo y, por tanto, negar la esencia misma del ser humano, pues el tiempo es imprescindible para que el hombre pueda formarse como tal. Nuestro ser consiste en estar presentes en un ahora, que es empujado sin pausa hacia el pasado, proyectando nuestro hacer hacia el futuro. Esa continuidad, esa fluencia entre las tres dimensiones temporales nos constituye como seres en devenir y, si la detenemos, paralizamos también la vida y nos adentramos en el territorio de la muerte. Entendida de ese modo, como recuperación idéntica de lo anterior, la nostalgia se contradice a sí misma. Otra cosa muy distinta sería rescatar del pasado posibilidades no realizadas que pudieran servir para planear un futuro, no importa ya si mejor o peor que lo que vivimos. Ésta es la propuesta de Walter Benjamin. En todo caso, lo que importa es que la nostalgia sólo tiene sentido si se la complementa con la esperanza, con la seguridad de que algo tendrá lugar, que algo habrá de ocurrir.
Sin embargo, sobre todo desde que el marxismo emprendió la crítica al socialismo utópico, la esperanza quedó asociada a la utopía como aquello inviable, que nunca se realiza. En efecto, -según afirma Ernst Bloch en su libro El Principio Esperanza - se trata de un afecto intransitivo o anticipador, que surge antes de que exista un objeto al cual pueda dirigirse, disparando todo impulso hacia el futuro. Semejante asociación contribuyó a su desprestigio porque la sociedad, caracterizada ya por el desencantamiento y la secularización, la confundió con la fe. El propio Bloch, a la hora de determinar cuáles son los afectos de la espera, esos que carecen de objeto, coloca la esperanza y la fe en un mismo frente en oposición al miedo y al temor, otorgándoles a las dos una mayor importancia que a los otros, pues son afectos exclusivamente humanos, no compartidos con los animales, que se caracterizan por ser activos sin que sean rechazados o reprimidos. Corresponden a un apetito del ánimo siempre insatisfecho y, en ese sentido, se los considera esenciales. No obstante, en ningún momento Bloch confunde a ambas: la esperanza bosqueja con anticipación el mundo real que se desea con independencia de que se cumpla o no, mientras que la fe trasciende el horizonte terrenal para postular un más allá, es decir, otro nivel de realidad. En todo caso, la esperanza, como veremos dentro de un momento, tiene más que ver con la fe moral que con la fe religiosa.
Por otro lado, es cierto que los dos últimos siglos han ido minando la confianza en la posibilidad de un cambio político. De hecho, a partir de la revolución francesa, todos los intentos de subversión del orden vigente han involucionado provocando la restauración de los regímenes anteriores, si no en su totalidad, al menos sí en parte. Y esto también ha generado cierta cautela ante las utopías políticas, en la medida en que sacrifican tantas vidas e ilusiones por unas ideas que al final no llegan a cumplirse, provocando la desazón y el descrédito de la esperanza. La filosofía trató este asunto poco después de la revolución francesa, al preguntarse si valía la pena haber desatado tanta violencia durante la Época del Terror, y en ese debate participaron Fichte y Schiller. Fichte lo hizo con su ensayo sobre la revolución francesa, donde sostiene que lo valioso de los franceses es haber creado un nuevo orden jurídico en el que se da cauce a la realización de la justicia y la libertad de acuerdo con los principios éticos kantianos. Para sostener este orden en el tiempo, propone acompañarlo de una formación moral que lo justifique y promueva. Schiller interviene con sus Cartas sobre la educación estética del hombre, donde presenta el arte como medio de acercamiento entre la sociedad real y la ideal. En ambos casos, el problema es cómo conseguir la moralización del poder, cómo lograr que el deber se interiorice de tal modo que los cambios políticos no vuelvan hacia atrás y la respuesta es a través de la educación. En este contexto es donde Fichte escribe la frase que forma parte del título de esta conferencia: “El hombre puede lo que debe y, si dice que no puede, es porque no quiere”.
Aplicándola a las circunstancias actuales, la cuestión sería la siguiente: Hemos llegado a una situación irremontable, pues ya no queda tiempo para contrarrestar el cambio climático, el deterioro de la naturaleza y la subsecuente carencia de materias primas, sobre todo, de agua y alimentos. Lo que nos ha llevado a semejante estado es la alianza de la técnica con los mecanismos capitalistas de explotación del planeta y del hombre por el hombre que, además, generan la pobreza de la mayoría de la población y el enriquecimiento de una minoría. Dado que el propio capitalismo se reconstituye creando nuevas figuras de dominio y sujeción adaptadas a entornos inéditos, resulta imposible detener su avance. Conclusión: ya no hay esperanza alguna y lo mejor es no hacer nada.
Para salir de esta condena al suicidio colectivo, vamos a replantear la cuestión en términos fichteanos: Frente a la afirmación de que sólo puede ser objeto del deber aquello que creemos que tiene posibilidades de realizarse con éxito, vamos a defender la autonomía completa de la decisión moral. Según esto, diremos que la posibilidad es una categoría extraña, de naturaleza teórica, que podría generar una moral de la prudencia -y en el peor de los casos, de la conveniencia-, pero que está reñida con una ética del deber. De hecho, la intromisión de especulaciones teóricas a la hora de plantearnos qué tenemos que hacer conlleva una pluralidad de opciones convenientes, que siembran la incertidumbre y la zozobra, debilitando la firme vocación de ejecutar nuestro proyecto. Pero, por encima de todo, supone la adecuación del deber al ser, lo cual termina por destruir a la propia razón práctica, cuya misión consiste en crear exigencias absolutas para cambiar el mundo, obligándolo a adaptarse a ella. Si procedemos al revés, inhibiendo su potencia transformadora y acomodándola a las circunstancias, le quitamos a la razón toda su fuerza para finalmente hacerla sucumbir ante la realidad y perder su libertad ante lo imposible, lo cual, en este mundo que es un permanente juego de afirmación de distintas voluntades, siempre significa que nos estamos dejando someter al designio de otros.
En definitiva, toda acción consciente aspira a llegar a su meta, a alcanzar la consecución. Sólo un loco se plantearía fines ineficientes a sabiendas o emprendería un acto sin esperar realizarlo. Sin duda, lo que queremos hacer se nos presenta siempre bajo la forma de un requerimiento, de una coacción interior, aunque creamos que esto sólo ocurre en los impulsos físicos como el comer o el beber. Hasta el propio Sartre lo reconoció así en su última entrevista, hecha por su colaborador Benny Levy para Le Nouvel Observateur. La esperanza -dijo entonces- no es lo contrario de la desesperación, sino la característica de la acción emprendida. Efectivamente, en la esperanza reside la esencia misma de la acción, porque ésta consiste en un movimiento de proyección hacia el futuro. Semejante relación con el porvenir está dada desde el momento en que se fragua la decisión de actuar, con independencia de que se alcance o no el fin previsto. En ese sentido, la acción individual no tiene por qué estar abocada al fracaso, sus metas se realizan, siempre y cuando sean parciales. En cambio, no ocurre lo mismo con el fin fundamental del hombre de ser absolutamente o de ser lo que nunca podrá ser, un en-sí. Esto último resulta inalcanzable y, por tanto, se manifiesta como un fallo esencial, al que Sartre llama desesperación.
Concluyamos, pues, después de este arduo camino, resumiendo:
La pandemia ha mostrado el lado más oscuro del sistema en el que vivimos. Era necesario mirar de frente el peligro para descubrir allí la salvación. La crítica no ha terminado, pero ahora que está avanzada, ya no podemos permanecer en el nihilismo. Para salir de la crisis es necesario abandonar ese punto en el que es imposible proyectar hacia el porvenir y abrazar una ontología del “todavía no”, que por su imprevisibilidad entraña riesgos. Como resultado, habrá que hacer una creación de nuevos valores acompañada también de un cambio de sentimientos, tendremos que dejar atrás la nostalgia convirtiéndola en esperanza, porque sin esperanza no hay futuro.
Para vivenciar el camino estéticamente, terminemos leyendo un poema de Juan Gelman, titulado Madrugada:
Juegos del cielo mojan la
madrugada de la ciudad violenta.
Ella respira por nosotros.
Somos los que encendimos el amor
para que dure,
para que sobreviva a toda soledad.
Hemos quemado el miedo, hemos
mirado frente a frente al dolor
antes de merecer esta esperanza.
Hemos abierto las ventanas para
darle mil rostros.
Hope, George Frederic Watts and assistants
https://www.tate.org.uk/art/artworks/watts-hope-n01640
Virginia Moratiel es filósofa, escritora y traductora, por ejemplo, de El sistema del idealismo trascendental y la Filosofía del arte de Schelling. Especialista en idealismo y romanticismo alemán, escribió varios libros sobre este período. Profesora Titular en la Universidad Complutense de Madrid durante 30 años. Profesora Visitante en la UNAM, en la Universidad Michoacana y en la de Buenos Aires. Investigadora invitada en las Universidades de Harvard, Oxford y Friburgo. Autora de novelas como El Tacuaral (Premio Ciudad de Cáceres 2009) y de cuentos, como Artimañas. 11 trampas para cazar lectores desprevenidos. También escribió ensayos de género, entre los que destacan Mirando de frente al islam o Madres. Los clanes matriarcales en la sociedad global. Sus últimas obras son Compañeros de viaje. Poetas en busca de su identidad y Cuando lo infinito asoma desde el abismo. Estudios sobre romanticismo alemán e inglés. Saldrá en México su poemario Bajo el resplandor crepuscular en la editorial Silla vacía.